II
LA HISTORIA DEL "NOSOTROS" Y DE LO “NUESTRO"
LA HISTORIA DEL "NOSOTROS" Y DE LO “NUESTRO"
Hemos
dicho que el "nosotros" es "nosotros los
latinoamericanos" y hemos tratado de señalar al mismo tiempo
la insuficiencia de tal autodefinición, como también la
complejidad que encierra su enunciado.
Ese
"nosotros" hace referencia a un sujeto que si bien posee
una continuidad histórica, no siempre se ha identificado de
igual
manera. En algún momento el hombre latinoamericano se
denominó a
si mismo como tal, y si bien esa denominación supone e
implica las
anteriores, el hecho es que no siempre se respondió al
problema de
la diversidad teniendo en cuenta una misma comprensión de la
unidad. Dicho de otro modo, el sujeto americano no siempre
ha
intentado identificarse mediante una misma unidad
referencial.
Y
no podía ser de otra manera, pues lo que ahora señalamos
como
"América Latina" es, como hemos dicho, un ente
histórico-cultural
que se encuentra sometido por eso mismo a un proceso
cambiante de
diversificación-unificación en relación con una cierta
realidad
sustante. No siempre se ha partido, por tanto, de una misma
diversidad, ni se ha asumido esa diversidad desde una misma
idea de
unidad, y pueden señalarse como consecuencia horizontes de
comprensión diversos. Es posible hablar, de esta manera, de
una
historia de los modos de "unidad", desde los cuales se ha
tratado o se trata de alcanzar la comprensión de la
diversidad.
Esta
situación no es exclusiva de América Latina y puede ser
considerada también respecto de Europa, más aún, debe serlo
necesariamente.
Puede
uno preguntarse y nos hemos preguntado si realmente existe
Europa, y
si existe, cuáles son sus límites históricos, geográficos o
culturales. Sabemos que en más de una ocasión se ha afirmado
la
existencia de una "Europa marginal" o de una
"no-Europa" dentro de la cual se ha colocado, por ejemplo,
a España. Bolívar, en su "Discurso de Angostura" decía
que "la España misma deja de ser Europa por su sangre
africana, por sus instituciones y por su carácter", y, años
más
tarde, Sarmiento, en su Facundo caracterizaba a
España como
"esa rezagada de la Europa", que echada entre el
Mediterráneo
y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX, unida a la
Europa
culta por un ancho istmo y separada del África bárbara por
un
angosto estrecho, está balanceándose entre dos fuerzas
opuestas”
(Bolívar, S., 1975: 103; Sarmiento, D. F., 1967: 9). Para
Hegel,
según lo declara en sus Lecciones de filosofía de la
historia
universal, Europa se reduce a tres naciones:
"Francia-Alemania-Inglaterra", que son las que detentaban
según él un cierto espíritu, el del Occidente, que no era
término
relativo, sino absoluto. En lo que se refiere a la respuesta
acerca
de qué es Europa, lo que hizo Hegel no fue ciertamente
resolver el
problema, sino plantearlo, en cuanto que lo que nos ha dado a
conocer no supera los límites de un determinado horizonte de
comprensión, o dicho en términos hegelianos, una "metafísica
habitual", con el agravante de un nuevo encubrimiento
derivado
esta vez no de la "representación" sino del
"concepto".
En
relación con esa Europa cambiante, cuya diversidad no
siempre fue
entendida desde una misma unidad, se ha jugado, y se juega
aún, el
problema de la unidad de América en general y de la América
Latina
en particular. El mismo ha estado, en efecto, en relación
con un
proceso de "historización", que puede ser definido como
la sucesiva incorporación de América al "proceso
civilizatorio" europeo, que supone y ha supuesto los
sucesivos
horizontes de comprensión desde los cuales se ha entendido
la
europeidad misma por parte de Europa, y que por tanto
implica,
dentro de ciertas líneas constantes, una variación en la
interpretación de la unidad de América Latina.
No
es un hecho casual que las naciones europeas que han
pretendido
serlo por antonomasia hayan sido las que dieron nacimiento,
en
sucesivas etapas y a partir de la circunnavegación del
continente
africano y el descubrimiento de América, al vasto proceso de
organización del mundo colonial. Nuestra América integró ese
mundo y los primeros que la concibieron como unidad no
fueron las
poblaciones colonizadas, sino los colonizadores. Tiene razón
en
esto O´Gorman cuando afirma que la idea de América fue
"inventada" por Europa, pero lo fue en un proceso histórico
de dominación, sobre la base de horizontes de comprensión
que no
podían ser "americanos" y que respondían a objetivos muy
precisos de los sucesivos imperios mundiales, sostenidos y
organizados por las viejas aristocracias y las burguesías,
que se
consideraron a sí mismas como lo europeo por excelencia.
La
historia de los modos de unidad es a la vez la del
nacimiento de la
conciencia para sí de un determinado grupo social, pasada
una
primera larga etapa en la que el hombre de las tierras
americanas,
indígena o hijo de colonizadores, no se había abierto aún a
la
historia como sujeto posible de la misma.
En
los siglos XVI Y XVII se hablaba de las Américas que
integraban el
Imperio español y el portugués, denominándolas "Indias
Occidentales", "Nuevo Mundo", "Nuevo Orbe",
etc. En el siglo XVIII se generalizó el ya por entonces
antiguo término
"América", y en relación con él aparecieron los de
"América Española" y "América Portuguesa". Más
tarde, en el siglo XIX, pasada su primera mitad, se hablará
de
"América Latina". A comienzo del siglo XX, y sin que
dejaran de usarse a veces y en particular los nombres que se
imponen
desde la segunda mitad del siglo XVIII, se hablará de
"Hispanoamérica", "Iberoamérica", "Indoamérica",
"Euroamérica", "Eurindia", etc.
Como
ya lo hemos afirmado, todas estas denominaciones de la
"unidad" y otras que podrían citarse, no parten de un
mismo horizonte de comprensión, ni definen la "realidad
objetiva" que mientan, de la misma manera, como tampoco
suponen
necesariamente siempre un mismo sujeto que las enuncia. Por
de
pronto, los términos "Indias Occidentales" y "Nuevo
Mundo" implican una definición de un ente cultural por
oposición
a otro. Se trata de una definición por negación: simplemente
las
"Indias Occidentales" no son las "Indias
Orientales", y el "Nuevo Mundo" no es el "Viejo
Mundo". La negatividad de la definición adquiere toda su
fuerza en particular respecto de lo segundo, en cuanto que
el mundo
"nuevo" por oposición al "viejo" tuvo
permanentemente como trasfondo axiológico los contrarios
"ser-no-ser", "lleno-vacío",
"contenido-continente", "historia-naturaleza",
etc.
Por
su parte, los términos "América Española", "América
Portuguesa", etc., si bien siguen suponiendo una definición
por oposición, no se trata de una oposición que implique
radicalmente negación. De alguna manera es ya una definición
positiva. Así, la "América Española" es definible por
ciertos caracteres intrínsecos, constituidos en particular
por lo
que se puede llamar su "legado" o "tradición",
que aun cuando en gran parte de origen europeo, ha sido
asimilado
como americano. De esta manera, a medida que América se fue
historizando en el sentido de que se fue incorporando al
"proceso civilizatorio" europeo y asimilándolo, los términos
con los que se la señaló fueron suponiendo el paso de una
definición
por simple oposición hacia una definición que suponía la
existencia de ciertos caracteres intrínsecos. Lo
"hispánico",
en efecto, ha sido y es, para la América Española, algo
propio.
El
otro aspecto importante que se debe tener en cuenta es el
relativo
al sujeto que en cada ocasión señaló la unidad de nuestra
América.
No hay duda de que el sujeto que hablaba de “Nuevo Mundo" en
el siglo XVI no es el mismo que más tarde habló de "América
Española", por ejemplo, en la expresión "nosotros los
españoles americanos"; ni será el que, cuando un cierto
grupo
social adquiera una determinada autoconciencia, hable
simplemente de
"americanos", eliminando lo de "españoles" en
su autodenominación. En cada caso se está partiendo de
diversidades no coincidentes y a la vez entendiendo tales
formas de
diversidad, desde proyectos de unidad distintos. El
conquistador
europeo, el hijo del conquistador y posteriormente el hijo
del
colonizador, nacidos en América, afirmaron cada uno una
unidad
desde una diversidad que les era propia y, por eso mismo,
desde
distintos horizontes de comprensión. De este modo, la
historia de
los nombres viene a ser la historia de la aparición de un
sujeto
que los enuncia dentro de un proceso de historización que
comienza
siendo simplemente de incorporación a la "civilización"
europea y que termina siendo de alguna manera de
enfrentamiento, aun
cuando en adelante se mueva siempre dentro del ámbito de
aquélla.
En este proceso es necesario reconocer formas de
endogenación dadas
conjuntamente con el surgimiento de aquel sujeto, dentro de
la
conflictiva marcha de los grupos sociales en nuestra
América.
Este
último aspecto irá cobrando cuerpo desde fines del siglo
XVIII y
adquirirá su máxima fuerza a partir de las guerras de
Independencia y sobre todo una vez concluidas, momento en el
que el
problema no será simplemente de rechazo de las formas de
dominación
externas entonces imperantes, sino de enfrentamientos y de
reconocimientos internos según el agitado proceso de
constitución
social de los nuevos Estados. El grupo criollo será el que
habrá
de tener la iniciativa, como heredero de las relaciones de
dominación
sobre otros estamentos y grupos sociales. Será aquél el que
habrá
de invocar el nombre de "americano", o de
"hispanoamericano" más tarde, asumiendo, como clase que
ha adquirido un cierto grado de conciencia para sí, la
representación
de los demás estamentos, en particular el del campesinado
durante
el siglo XIX y, a partir de las primeras décadas del siglo
XX, el
de las primeras formaciones de un cierto proletariado
industrial.
Complejo proceso, difícilmente esquematizable en pocas
líneas, en
el que el primitivo "grupo criollo" irá a su vez
evolucionando hasta integrarse como un "patriciado" dentro
de las burguesías nacientes, herederas a su vez de las
formas de
poder económico y político, como asimismo de la tarea de
autodefinición del hombre americano.
El
año 1900 abre una nueva etapa como consecuencia de los
nuevos
caracteres que comienza a mostrar la política expansionista
de los
Estados Unidos, inmediato heredero del poder imperial
europeo en
Latinoamérica y también por el hecho, cada vez más
creciente, de
una cierta participación política de las masas, largamente
oprimidas, que comienzan a tener voz propia. De ahora en más
y en
particular en algunos países hispanoamericanos, ya no será
un solo
grupo social el que invoque una determinada forma de unidad y
ejerza
el derecho de autoafirmación. Demandas sociales conflictivas
terminarán por mostrar la naturaleza relativa, no absoluta,
de todo
horizonte de comprensión, como también acabarán por llevar
al
descubrimiento de que algunos de ellos poseen un poder
irruptivo
histórico y suponen por eso mismo una afirmación de unidad
de
diverso signo.
Una
larga historia pareciera anunciar su fin. El derecho de
bautismo de
nuestra América, inicialmente exclusivo de lo
conquistadores, pasó
en un determinado momento a los conquistados, mas también
heredaron
éstos las relaciones de dominación respecto de los
dominadores a
los dominados, por lo que los sucesivos nombres no pasaron
de ser la
expresión de universales ideológicos. Desde este punto de
vista,
queda claro que la historia de los nombres de nuestra
América no se
reduce a un problema de autodenominación, como, asimismo,
que la
inquietud por replanteárselo no es ni puede ser ajena a la
cuestión
de quién es el sujeto en nuestra América, que puede
autodenominarse, de cualquier modo que sea, sin caer otra
vez en
proyectos de unidad que concluyan siendo encubridores tanto
de
nuestras formas de dependencia externa, como de las
relaciones de
explotación social interna. Desde este punto de vista el
nombre que
nos pongamos o el que aceptemos como ya puesto, sólo
adquirirá
validez en relación con el proyecto de un sujeto histórico,
que no
será este o aquel individuo, que posea la capacidad de
integrar una
sociedad hasta ahora regida por la figura del señor y del
siervo,
del explotador y del explotado. De ahí que los nombres no
valgan
por sí mismos y que, en definitiva, el que nos sirva para
señalar
nuestra autoafirmación y para autorreconocernos, será el que
sea,
potencial o actualmente, legitimado por aquel sujeto.
La
historia de los nombres de nuestra América es por lo dicho,
la
historia trágica de un proceso de humanización al cual
debemos
sumarnos. Mas, ello requiere un grado de conciencia
histórica y
consecuentemente una tarea de revaloración crítica del
proceso de
acumulación de memoria organizado a partir de los sucesivos
proyectos de unidad. Dentro de esa perspectiva analizaremos
qué
quisieron decir con las expresiones "América Latina" y
"nuestra América", algunos escritores representativos del
siglo XIX, lo cual nos permitirá aclarar qué queremos
significar y
qué deberíamos entender si no nos queremos apartar de esa
lucha
por la humanización, cuando decimos, con el espíritu que
hemos
manifestado, "nosotros los latinoamericanos".
A
mediados del siglo XIX y hasta 1870, dos son las potencias
mundiales
que se organizan como naciones típicamente colonialistas en
Europa:
Inglaterra y Francia. Este último país, se enfrenta con el
mundo
sajón y el mundo eslavo en su carrera imperialista, tanto en
la
Europa misma, como en el Asia y el África, dentro de un
proceso
expansionista que no descuidaba las posibilidades que podía
ofrecer
la antigua América Española. Surge de este modo una
ideología
"panlatinista", que tendría eco en muchos escritores
hispanoamericanos, como consecuencia del expansionismo
territorial
de los Estados Unidos. En efecto, en 1845, después de diez
años de
guerras entre México, el estado separatista de Texas y los
norteamericanos, se produjo la anexión de aquel estado a la
nación
del norte. En 1847, tropas de los Estados Unidos toman la
capital de
México y obligan a reconocer la ocupación militar de los
estados
de California y de Nuevo México, con lo que la nación azteca
perdió
la mitad de su territorio. Estos hechos, y la importancia
que
Francia iba adquiriendo como "potencia latina", hicieron
que la ideología panlatinista comenzara a ser alimentada
tanto por
franceses como por hispanoamericanos, si bien lo fue desde
un
comienzo con un distinto signo. Dentro de ella surgirá la
expresión
"América Latina".
Hasta
ahora el testimonio mas antiguo de la aparición de la nueva
dominación es, tal como lo sostiene Miguel Rojas Mix, una
conferencia dictada en París por Francisco Bilbao el 24 de
junio de
1856 (Rojas Mix, M., 1997: 343-356). Muy pocos meses
después, el 2
de setiembre del mismo año, utilizó el término José María
Torres Caicedo en un poema titulado “Las dos Américas”
(Ardao,
A., 1960: 175-185). El uso francés más antiguo es hasta
ahora el
aparecido en un artículo de un periodista francés L. M.
Tisserand,
quien usó la expresión “Amerique Latine” en la Revue des
Races Latines, correspondiente al mes de enero de 1861.
De
acuerdo con lo dicho es desacertada la afirmación de John
Phelan
según la cual la palabra “Latinoamérica”, fue concebida “en
Francia durante la década de 1860, como un programa de
acción para
incorporar el papel y las aspiraciones de Francia hacia la
población
hispánica del Nuevo Mundo” (Pelan, J., 1979: 119 y 138-139).
Tal
vez en los usos que le diera al término Torres Caicedo, en
algunos
de sus escritos, podría haber alguna presencia del
panlatinismo
imperialista francés, contenido que de ningún modo podría
atribuírsele
a Francisco Bilbao, hasta ahora el creador del término y en
quien
tiene un valor, como lo señala Rojas Mix de “paradigma
anticolonial y anti-imperialista”, lo que es congruente con
su
valiente rechazo de la invasión francesa a México (Rojas
Mix,
M.,1997: 346).
Así,
pues, el espíritu con el que fue utilizado el nuevo término
en la
revista francesa no era, sin duda, el mismo que movía a
Bilbao. En
el mismo año de 1861, en el que publicaba su comentario
Tisserand,
desembarcaron en México las tropas francesas que acabarían
por
imponer, dos años mas tarde, el Imperio de Maximiliano. El
libro La
América en peligro (1862), hablaba de “América Latina”,
pero oponiéndose tanto a los Estados Unidos, como al
panlatinismo
francés, en una posición teórica y política congruente con
la de
su amigo y maestro Edgar Quinet (Cfr. Pelan, J., Ib. 134).
Las
diferencias entre el sentido americanista y europeísta de la
expresión "América Latina", podemos verlas de modo claro
si analizamos comparativamente los textos de La América
en
peligro, con lo que Juan Bautista Alberdi decía en su
obra El
gobierno de Sud América, escrita al año siguiente, en
1863, si
bien publicada muchos años más tarde. Ambos libros surgieron
como
respuesta ante la invasión francesa a México, fruto de la
política
imperialista de Napoleón III.
Alberdi
denuncia "el exceso de americanismo" que ha provocado
aquella invasión. Se trata, según él mismo nos lo dice, de
"la reacción del americanismo indígena y salvaje" que se
opone en América "al patriotismo liberal, americano y
moderno". Se plantea el problema de cuál es el sujeto
histórico
que tiene derechos a invocar el nombre de América y, por
tanto, a
sostener un americanismo "auténtico". La respuesta de
Alberdi es terminante. La revolución de América fue hecha
por
"el pueblo europeo de origen y de raza, no el pueblo de
nacionalidad indígena y salvaje". "Es en nombre de la
Europa que somos hoy mismo dueños de la América salvaje, los
americanos independientes de origen español”. De ahí la
defensa
que hace de la aristocracia latinoamericana, como también de
la
monarquía, como forma ideal de gobierno, frente a la
república que
se le presentaba como la puerta para la intromisión en la
cosa pública
de las masas ignorantes. "Identificarse con los americanos
primitivos, es decir, con las masas conquistadas, es perder
toda
noción de origen histórico, del papel de su propia raza, y
colocarse en la falsa posición de conquistados, siendo en
realidad
la raza conquistadora, la raza latina o europea, como es en
realidad... Lo que no ha desaparecido de la raza
conquistada, es
incapaz de toda reacción civilizada porque es salvaje o
bárbaro"
(Alberdi, J. B., 1896).
El
gobierno de Sud-América, sea monárquico o republicano, debe
ser el
gobierno de sus aristocracias y no la "república
democrática".
Ambas líneas de gobierno suponen, según Alberdi, dos
"americanismos": el de la civilización y el de la
barbarie.
Como
consecuencia de esta posición, Alberdi decide apoyar la
intervención
francesa en México, con lo cual no contradecía su tesis
expresada
en 1851, cuando decía lapidariamente que en América era
bárbaro
todo lo que no era europeo. Dentro de la expresión "América
Latina", usada por Alberdi, subraya, lo mismo que Tisserand,
lo
latino, por ser lo europeo, y niega sustantividad histórica a
América.
Luchar contra los franceses en México significaba
reivindicar una
América, pura naturaleza y barbarie, y no apoyarlos, era
dejar las
puertas abiertas a la América Sajona.
"América
Latina" vale, pues, por lo adjetivo y no por lo sustantivo.
Paradojalmente el sustantivo que compone la expresión,
carece de
sustantividad, es como él mismo lo dice, "lo fantástico"
y el adjetivo, aparece sustantivado, es lo histórico, lo
civilizado. Pues bien, si América es lo puramente negativo,
lo que
carece de significado dentro de la historia humana, lo que
se opone
al progreso, a la cultura, México, enfrentado al poder
europeo,
deba presentarse para Alberdi con los colores más sombríos. Y
así
dirá que es "...el más atrasado de cuantos países deben su
origen a la España... Su suelo se encuentra rodeado de
costas pestíferas,
cuando no tempestuosas, especie de Estigia terrestre; se
diría que
el dedo de la muerte ha trazado sus fronteras sepulcrales".
México,
en lucha contra lo más reaccionario de las aristocracias
europeas,
resultaba ser un ataúd, la muerte de la historia y de la
civilización.
América
era un vacío que debía ser llenado, un continente sin
contenido y
que si tenía ya alguno, le había venido de afuera, de la
Europa
latina. Lo demás, lo inconcebible, lo inexplicable, lo
"fantástico”,
no poseía sustantividad alguna, ni menos aún derechos para
invocar
un americanismo. La expresión "nosotros los
latinoamericanos", se reducía en Alberdi a un "nosotros
los europeos latinos de América" o a un "nosotros los
integrantes de las aristocracias de origen español", cuya
renuncia a la misión heredada de dominación respecto de los
grupos
sociales inferiores, era simplemente, renuncia de la
"civilización".
Frente
a otros escritos alberdianos, de los que necesariamente
deberemos
ocuparnos, El gobierno de Sud América ha sido
considerada por Bernardo Canal Feijoo como una "obra
aberrante". No se trata, sin embargo, a nuestro juicio, de
un
"extravío", sino de una de las tantas manifestaciones del
sistema de contradicciones dentro del cual se movieron
muchos
liberales hispanoamericanos (Canal Feijoo, B.,1955: 507 y
517).
Muy
otro será el sentido de la expresión "América Latina"
en Francisco Bilbao. El régimen de valores que rige el
pensamiento
de este autor es la contraparte del que hemos visto sostiene
la
posición alberdiana. México, que había provocado según el
escritor argentino, un verdadero "exceso de americanismo",
no es para Bilbao un ataúd, sino "lo más bello y lo más rico
de América" y además, el destino político de América no es
la monarquía o su sustituto, la república aristocrática,
sino la
democracia. "Creemos -dice- que la gloria de América,
exceptuando de su participación al Brasil, imperio con
esclavos, y
al Paraguay, dictadura con siervos, y a pesar de las
peripecias
sangrientas de la anarquía y despotismo transeúntes, sea por
instinto, intuición de la verdad, necesidad histórica o
lógica
del derecho, consiste en esa gloria, en haber identificado
su
destino con la república”. Mas, como hemos aclarado, no es
la
proyectada por las oligarquías europeizantes, partidarias
del
despotismo ilustrado, sino aquélla que tiene sus raíces en
el
pueblo mismo, que es de donde deriva toda soberanía. De ahí
que
Bilbao entienda que es gracias a la participación de las
masas, a
la presión ejercida por ellas, que América ha señalado su
destino: "Sí, gloria a los pueblos –dice- a las masas
brutas, porque su instinto nos ha salvado. Mientras los
sabios
desesperaban o traicionaban, esas masas habían amasado con
sus lágrimas
y sangre el pan de la República, y aunque ignorantes, el
amor a la
idea desquició todas las tentativas de los que imaginaron
reproducir un plagio de monarquía”.
Mas,
Bilbao no se quedará en este nivel, sino que tratará de
profundizar en las causas por las cuales los partidarios de
la
intervención francesa en México han adoptado una posición
antipopular y por eso mismo antiamericanista. El motivo que
ha
llevado a los "civilizados" que piden "la exterminación
de los indios y de los gauchos", al desprecio y
desconocimiento
del papel histórico de las "masas brutas", se encuentra
en un "olvido", concepto con el cual Bilbao habrá de
intentar una crítica de la razón política.
En
efecto, cuando los grupos conservadores, oligárquicos y
europeizantes, enuncian un "nosotros", están olvidando la
amplitud que debería tener en boca de un americano, según
piensa
el escritor chileno, y lo reducen al grupo dominador.
"Sostenemos -dice- que el olvido de algún elemento necesario
que entra en la concepción de la verdad es causa de casi
todos
nuestros errores”. Así, por ejemplo, el olvido del
absolutista es
"el olvido del derecho de la libertad de todos". Ese
"olvido" está además condicionado o causado, como el
mismo Bilbao lo declara, por "la posición social", se
trata, dice, "de una cuestión de mesa, de albergue, de
rentas".
Bilbao
va más allá todavía en su crítica de la razón política.
Denuncia que para justificar el "olvido" y la afirmación
del "nosotros" dominador, propios del
"americanismo" aristocratizante y europeizante, se
recurrirá a la división de los americanos en "espíritu"
y "materia" y que sólo los que se consideran colocados en
el primero son los que pueden hablar en nombre de todos.
Bilbao
reconstruye el razonamiento del hombre opresor:
Conspiro con algunos, a quienes seduce la bella perspectiva del ocio, del dominio, de los goces. Sorprendemos a otros y los esclavizamos, y con los esclavizados aumentamos la conquista. Enseguida educamos a los esclavos diciéndoles: Brahma, el eterno, nos sacó a nosotros de su propia cabeza para dirigiros, y a vosotros, de sus pies, para servirnos. Somos la palabra del Ser, el universo tiembla. El rayo, el trueno, la tormenta, el temblor, son manifestaciones de su ira: obedeced si queréis salvaros. El freno queda colocado y las riendas en manos de la casta. He ahí cómo se domina a las multitudes, he ahí cómo se enfrena a los pueblos.
El
desconocimiento de los otros, proviene viciosamente de
nosotros
mismos y el rechazo de que somos objeto por parte de ellos,
lo
atribuimos a su "incapacidad" para incorporarse a
"nosotros" únicamente mediante la violencia, la fuerza,
es posible reducir las masas e introducirlas en nuestro
propio plan.
De ahí que si hay república, porque la monarquía es
imposible ya
en América, debe ser una "república fuerte". Tal era la
tesis de Alberdi que hemos comentado y será años más tarde
la del
"cesarismo democrático" de los positivistas.
Como
consecuencia del "olvido" se genera la violencia, por lo
mismo que es fundamentalmente violencia. ¿Cuál es el
discurso de
los "civilizados" según Bilbao? Ellos dicen: "Ved
esos bárbaros: los hombres del campo, los huasos, los
gauchos, los
llaneros, los jornaleros, los peones, en unas palabras, las
masas,
el pueblo. ¿Y queréis instituciones? ¡No! Es necesario la
fuerza,
el poder fuerte, la dictadura”... Los "partidos
civilizados" piden, pues, "la dictadura de las clases
privilegiadas". Pero aquellas masas de las que habla Bilbao
ya
no son las que dieron su sangre durante las guerras de
Independencia
bajo el control del partido criollo, son las masas
levantadas
durante las guerras civiles posteriores a la Independencia,
que han
adquirido una cierta conciencia, un cierto para sí. De ahí
que
ellas propongan también su dictadura. "Las masas
desheredadas
y atropelladas como animales, buscan caudillos. Es la
dictadura de
la venganza y la garantía de su modo de ser”. No cabe duda
de que
en este enfrentamiento de clases sociales, muy distinto
debía ser
el sentido del "nosotros los latinoamericanos", como también
el de América Latina.
En
efecto, para Bilbao, en primer lugar está "América" y en
segundo, su "latinidad". Su defensa no se encamina a
"salvar" a esta última, aun cuando ella tenga valores
apreciables, sino a salvar a América. El libro de Bilbao no
se
llama "La América Latina en peligro", como podría
haberlo titulado ya que la expresión "América Latina"
aparece usada en el mismo texto, sino que lo denomina
simplemente
"La América en peligro": esta América sometida a los
avances tanto del Imperio francés como norteamericano y
organizada
internamente sobre la violencia justificada con la palabra
"civilización". De este modo, Bilbao subrayará lo
verdaderamente sustantivo de la expresión, y dejará lo
adjetivo
como tal. América es por tanto un término lleno de contenido
histórico,
válido y sustante por sí mismo. La expresión "nosotros los
latinoamericanos" no quiere decir otra cosa que los
americanos,
que si bien se diferencian de los de la América Sajona por
su
incorporación al mundo latino, valen antes que nada en
cuanto
americanos, sean ellos latinos o no lo sean, constituyan los
grupos
de las aristocracias de origen español, sean indígenas que
sólo
hablan su lengua, o mestizos que han mantenido hábitos de
vida no
totalmente europeizados (Bilbao, F., 1972: 277; 301, etc.).
La
exigencia de que hemos partido: "ponernos a nosotros mismos
como valiosos", se encuentra implícita asimismo en la
expresión
de "lo nuestro". En efecto, definir los alcances del
"nosotros" supone a la vez la definición de "lo
nuestro", no en el sentido de las cosas que son nuestras,
sino
en el de "nuestro modo de ser", "nuestra
identidad", que incluye nuestra relación con aquellas cosas.
Un análisis de lo que los escritores americanos han
entendido por
"lo nuestro" y muy particularmente, lo que han creído
entender en la locución "nuestra América", es de
particular interés.
La
expresión se encuentra enunciada textualmente como Nuestra
América,
en el célebre artículo de José Martí, aparecido en México en
1891, como también años más tarde, es título del libro de
Carlos
Octavio Bunge, Nuestra América, de 1903. La
problemática de
"lo nuestro" y los orígenes de la locución "nuestra
América", se encuentran sin embargo ya claramente en las
célebres
Cartas de Jamaica de Simón Bolívar y son fácilmente
rastreables inclusive en escritores hispanoamericanos desde
fines
del siglo XVIII. La ideología latinista, a mediados del
siglo XIX
dará particular importancia al tema, como puede verse en
ensayistas
como José María Torres Caicedo. Muchos otros casos podríamos
citar, bástenos con un análisis de las respuestas dadas por
aquellos dos escritores que, como en el caso anterior, nos
permitirá
dar un paso más en la determinación del "nosotros".
Comencemos
por el citado texto de José Martí. ¿Cómo llegar a lo
"nuestro"? ¿Cómo llegar a la afirmación de
"nosotros mismos como valiosos" y a la vez tener
conciencia del alcance del "nosotros" desde "lo
nuestro"? Tal sería el planteo de base que surge del escrito
de Martí. De alguna manera el método para la determinación
del
"nosotros" repite lejanamente el intento platónico del
Alcibíades, mas hay aquí una radical diferencia en cuanto
que la
respuesta no se ha de lograr mediante una reducción que nos
introduzca en una radical intimidad, en una especie de
sagrario
ontológico y a la vez mítico, pues la pregunta es acerca del
hombre como ente histórico y social y más particularmente,
acerca
de un hombre determinado: el de "nuestra América".
Lo
primero que nos dice Martí es que para afirmarnos a nosotros
mismos
es necesario superar la "mentalidad aldeana",
"despertar del sueño aldeano", dicho en otras palabras,
reconocer las limitaciones propias de nuestro horizonte de
comprensión.
Con ello, como en el caso de Bilbao, su pensamiento habrá de
tener
como base una crítica de la razón. La mentalidad
"aldeana" nos lleva a ignorarnos a nosotros mismos, aun
cuando suponga un modo de afirmación de un determinado
sujeto,
simplemente, porque ignoramos el "otro". Sumergirnos en la
"aldea" es pues, ignorar a los demás en cuanto alteridad,
y sucede qué éstos también integran lo "nuestro",
"nuestra América". Para conocernos a nosotros mismos no
tenemos más remedio que conocer y reconocer a los demás, de
donde
la norma que enuncia Martí de que "Los pueblos que no se
conocen han de darse prisa por conocerse", no se refiere a
un
conocimiento entre pueblo y pueblo, sino a un reconocimiento
de la
diversidad interna de cada pueblo. De ahí la necesidad de lo
que
denomina "del recuento y de la marcha unida", superada la
aldeanidad en cuanto forma de mentalidad limitada, que en el
hombre
de ciudad, y en particular en el universitario intoxicado de
libros
europeos, adquiere su máxima negatividad.
El
punto de partida de "lo nuestro" es la
"diversidad". A ella Martí la denomina "lo que
es". Al mismo tiempo, también es punto de partida la
"unidad" que no sea extraña a "lo que es" y ¿qué
somos? ¿Qué es "lo nuestro"? Somos "el potro del
llanero", "la sangre cuajada del indio", el "país",
"el estandarte de la virgen de Guadalupe", "las
comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza",
"el alma de la tierra". Pero también esta América
nuestra es "el libro importado", "los hábitos monárquicos",
"la razón universitaria", "las capitales de corbatín",
"los redentores bibliógenos", "la universidad
europea". Este segundo aspecto de lo "nuestro" es
aquel de donde ha salido la enunciación de un "nosotros"
ocultante del "nosotros". Es el de los que han caído en
un "olvido", que es precisamente consecuencia de la
"aldeanidad" el mismo olvido del que hablaba Bilbao. Ambos
escritores desarrollaron, cada uno a su tiempo, uno de los
temas tal
vez más interesantes dentro de la historia del pensamiento
filosófico-social
latinoamericano, sobre el cual se ha desarrollado, como
hemos dicho,
toda una crítica de la razón.
La
composición de lo "nuestro" no es la que generalizaron
escritores como Domingo Faustino Sarmiento, muchas veces en
contradicción con ellos mismos, para quienes éramos una
incompatible mezcla de "civilización" y de
"barbarie". Hay en "lo nuestro" una dualidad y
en esto sí tenía razón el pensador argentino, pero ella es
otra,
es sin más y con términos de Martí la de "lo
artificial" frente a "lo natural". La llamada
"civilización" es un artificio de la "razón
aldeana", un universal ideológico que en cuanto tal funciona
como encubrimiento, poniendo en juego el "olvido", fruto
de una mala conciencia. La "barbarie", atribuida al
"hombre natural" de Martí, es por el contrario, un poder
histórico de desencubrimiento. El "olvido" y junto con él
los proyectos de unidad de nuestra América, tomados de
préstamo a
Hamilton o a Sieyès, sobre los cuales se organiza
doctrinalmente
aquel "olvido", son los que movilizan por reacción, a un
hombre marginado, que conoce además, al otro, como causa de
su
marginación.
Éste
es, como dijimos, el "hombre natural". No se trata, aunque
podría creérselo, de un regreso a la teoría del "buen
salvaje", aun cuando Martí nos diga que "el hombre
natural es bueno". Es "natural" porque no está
intoxicado con doctrinas, en particular con aquellas que el
hombre
de la ciudad con su "razón universitaria" maneja contra
él; es "bueno", no desde un punto de vista moral, sino
porque parte "de lo que es", en cuanto marginado y
explotado, porque no integra los grupos sociales
dominadores. El
"hombre natural" es por eso mismo un factor de irrupción
en el proceso histórico, es el que denuncia con su simple
vivir,
con su cotidianidad, los falsos principios de unidad,
impuestos a
partir de un desconocimiento de la diversidad. "Viene el
hombre
natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada
en los
libros". Es el hombre que viene a denunciar con su presencia
"la parte de verdad" olvidada. Se trata de un ser que
posee voz y que exige que le sea escuchada por lo mismo que
se
afirma en su alteridad. Lejos estamos del mítico caribe
rousseauniano.
Frente
a él, también integra "lo nuestro", como hemos ya dicho,
el "hombre culto", pero cuya cultura consiste en un mirar
"con antiparras yanquis o francesas", colocándose
"vendas" y hablando no con "palabras", sino con
"rodeos de palabras", con "ambages", por el
temor de ser claro. Este hombre es el que no pone en juego
"la
razón de todos en las cosas de todos", sino "la razón
universitaria de unos, sobre la razón campestre de otros".
Es
el que ignora, a sabiendas o no, la relatividad de su propia
posición
y que hace de su "palabra", pretendida verdad universal.
No ve o no quiere ver "que las ideas absolutas, para no caer
en
un yerro de forma, deben ponerse en formas relativas". A
este
hombre debe sustituirle el "estadista natural", que del
mismo modo que el "hombre natural", es el que tiene la
capacidad de ver "lo que es", desde un saber universitario
que no es ya importado, sino propio. En él "la universidad
europea" ha cedido ante la "universidad americana",
el libro foráneo, al libro nuestro.
Mundo
conflictivo el de "nuestra América", surcado de
antagonismos: "la ciudad contra el campo", "la razón
contra el cirial", "el libro contra la lanza",
"las castas urbanas contra la nación natural", "el
indio mudo, el blanco locuaz y parlante", "el campesino,
la ciudad desdeñosa", en resumen y con las mismas textuales
palabras de José Martí "los oprimidos y los opresores".
Eso es "lo nuestro".
¿Qué
hacer? "El genio -nos dice- hubiera estado en hermanar" a
todos, pero para hacerlo es necesario antes conocer los
términos de
cada contradicción y sobre todo reconocer como valiosos a la
"nación natural", al "campo", a la
"lanza", a la "vincha", y partir de ellos.
"Hermanar" no quiere decir, en el pensamiento de Martí,
lograr un acuerdo entre dominadores y dominados, sino
ponernos por
encima de esa relación. Para ello no hay otra vía que
colocarnos
al lado del "hombre natural": "Con los oprimidos había
que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a
los
intereses de los opresores' y esto porque los "oprimidos",
con su mirar "natural", constituyen, aunque no siempre con
éxito ni conciencia, el poder irruptor en la historia
(Martí, J.,
1992: II, 480-487).
Carlos
Octavio Bunge, en su libro Nuestra América, parte
también
del reconocimiento de una diversidad y se pregunta cuál es
el
principio de unidad que le corresponde. Por de pronto, las
formas de
diversidad son, para Bunge, fundamentalmente raciales y, en
relación
con cada raza o "sub-raza", psicológicas. La unidad de
América
como multiplicidad habrá de derivar del mismo modo, de una
integración racial, de un "mestizaje" del que habrá de
surgir el "genio hispanoamericano". A pesar de que
entiende que algún día se alcanzará esa unidad se le
presenta sin
embargo como hipotética ya que la diversidad posee un sino
fuertemente negativo, una fuerza disociadora que lo impide.
La
unidad, en la medida en que la realidad diversa actual es
valorada
negativamente, es proyectada hacia el futuro con carácter de
enigma: "sobre el porvenir de ese caos de luces y tinieblas
-que es América- duda el mismo Dios". Sin embargo,
considerado
el problema desde el punto de vista racial, nos vuelve la
esperanza
ya que "la herencia, la Raza, resulta, en inducción final,
la
clave del Enigma... Estudiemos, pues, a los hombres y a los
pueblos
según la raza, si queremos arrancar a la Esfinge de la vida,
su
secreto, el secreto inhallable, el secreto del pasado, del
presente
y del porvenir".
De
esta manera, lo "nuestro" de "nuestra América"
se presenta bajo una doble faz: es un presente, un ser, lo
dado como
diversidad y más aun, como diversidad caótica; pero también
es lo
"nuestro" un proyecto y una posibilidad en cuanto que el
secreto mismo de las razas nos asegura una unidad futura,
que de
alguna manera habrá que probar que ya se encuentra, por lo
menos en
principio, en medio de aquel caos. El problema consiste,
dicho con
otras palabras, en pasar de una "heterogeneidad" a una
"homogeneidad", partiendo del principio de que dentro de
lo diverso existe algún elemento que no se muestra como
factor de
caos o de disociación sino todo lo contrario por lo que la
unidad
depende de las posibilidades y suerte de ese elemento
salvador.
¿Cómo
se explica que en medio de una diversidad negativa pueda
haber un
factor positivo que permita superar la caoticidad? Para
Bunge el
problema se resuelve de modo simple: el secreto de la
historia se
encuentra en la geografía, ésta ha generado grupos raciales
fuertes y débiles y a los primeros les cabe la tarea de
lograr la
unidad mediante la imposición de un "alma común". Como
es fácil comprenderlo ésta será el fruto de un mestizaje,
pero
por cierto de un mestizaje "positivo", y todo el problema
de esta simple filosofía de la historia, consiste en
encontrar la fórmula
que asegure su posibilidad.
Aquel
"mestizaje positivo" se logrará cuando predomine "lo
castizo", es decir, cuando se imponga el más fuerte sobre el
más
débil racialmente. "Lo castizo de un pueblo compuesto de
varias razas y sub-razas –dice- es lo propio y
característico de
la raza más fuerte, la dominadora; es el sello de supremacía
que
ésta impone a las débiles, las dominadas”. Éstas, felizmente
por lo mismo que débiles, son propensas a sufrir
influencias, son
sugestionables. En la casticidad radica, pues, la fórmula
sobre la
que se habrá de lograr la unidad de nuestra América. Ahora
bien,
como la sugestionabilidad de los débiles no es recurso
suficiente,
es necesario agregar la violencia, la que como "lucha de
razas" existe de hecho y es legítima. "Una vez entablada
la lucha de razas harto desiguales, debe mantenerse hasta la
dominación y absorción de la más débil, cualesquiera que
sean
las ideas, la política, la religión, o la ética dominantes”.
La
unidad de nuestra América, como consecuencia de la
naturaleza de
"lo nuestro" se habrá de lograr mediante la fuerza y no
excluye, por cierto, el genocidio (Bunge,
C. O., 1918: 124-125; 136; 141, etc.).
Todo
esto es justificado sobre una arbitraria psicología de los
pueblos,
fundada en una caprichosa y pretendida "observación
científica",
según la cual, las poblaciones indígenas se han
caracterizado por
su espíritu vengativo y su ferocidad, superior a la de los
primitivos salvajes europeos; el "indio mestizado" es un
"híbrido" que muestra caracteres visibles de degeneración;
en fin, el mulato, mucho más que el mestizo de blanco e
indio, se
le presenta como el "monstruo apocalíptico" que amenaza a
las "sociedades modernas" de América, centradas
principalmente en las ciudades. Como consecuencia de todo
esto,
Bunge declarará que "el alcoholismo, la viruela y la
tuberculosis", que han "diezmado a la población indígena
y africana en algunas ciudades", "depurando sus elementos
étnicos, europeizándolos, españolizándolos", constituyen
una bendición.
El
mito racial le permite a Bunge ocultar la realidad de las
clases
sociales y sus conflictos, y al mismo tiempo, justificar los
pretendidos derechos de los grupos dominantes. A pesar de
que su
posición coincide políticamente con las tesis alberdianas
desarrolladas en El gobierno de Sud-América, esta
última
obra nos resulta menos ideologizada en cuanto que
"civilización"
y "barbarie" son allí las aristocracias de origen europeo
y la plebe americana, respectivamente, señaladas, a pesar de
las
referencias raciales que contienen, más bien como clases
sociales
antagónicas. Las palabras de Martí, escritas en su artículo
"Nuestra América", parecieran haber sido redactadas
pensando en ensayistas del tipo de Bunge: "No hay odio de
razas, porque no hay razas", el odio y el miedo que
acompañan
de modo evidente a la violencia propugnada por Bunge como
solución
de "lo nuestro", son reales, no lo son sin embargo -y
también con palabras de Martí- las "razas de librería"
sobre las cuales pretende justificar la "casticidad" de
las oligarquías terratenientes y la "inferioridad racial"
de las clases explotadas.
Hemos
visto cómo en Bilbao y en Alberdi, en Martí y en Bunge, en
diversas fechas de nuestro proceso intelectual, se ha
hablado de un
"yo" social, de un "nosotros", si bien dentro de
líneas de desarrollo claramente diferenciables. La temática
como
así sus divergencias internas, es también cosa de nuestros
días y
no lo es por factores casuales. Hay, claro está, diferencias
de época,
mas, el planteo de base, se mantiene. La vieja y falsa
oposición
entre "civilización" y "barbarie" reaparece, si
bien con otros condicionamientos, pues no se trata ya de la
misma
"plebe", ni de las mismas aristocracias y oligarquías.
Sin embargo aquellos mitos han continuado reelaborándose. El
racismo de los positivistas, el que vimos expresado en el
argentino
Carlos Octavio Bunge, o el que podemos ver en el mexicano
Francisco
Bulnes, o el boliviano Alcides Arguedas, todos ellos
insostenibles
en nuestros días, han reaparecido bajo nuevas formulas,
expresadas
en ideologías sucedáneas.
Una
entre tantas, dentro de los ensayos que interesan
directamente a la
problemática del "nosotros" y de lo "nuestro",
es la que se desarrolla en el libro del escritor colombiano
Eduardo
Caballero Calderón Suramérica, tierra de hombres. El
mito
de la "raza castiza", aparece remplazado por el de un
hombre al que denomina "hombre a secas" y el de las
"razas débiles" encuentra su sustituto en el de las
"muchedumbres", entendidas como una especie de masas
humanas amorfas. Un regreso al individualismo liberal y un
retomar
dentro de éste la anacrónica doctrina del héroe, le permite
justificar la marginación dentro de la historia pasada y
presente,
de la temida "plebe" ahora vestida con la ropa del
proletariado urbano.
Si
en apariencia hay en Suramérica este remover de bajos
fondos, este
entrecruzamiento de las corrientes humanas y este
desplazamiento de
culturas que se embisten, se mezclan y se despedazan no es
menos
cierto que en el comienzo de todo, como orientador de la
historia,
se encuentra siempre el hombre. No la muchedumbre, ni la
multitud,
ni el pueblo, ni la nación ni la raza, sino el hombre a
secas, el
individuo que se enfrenta sólo contra el destino, contra el
paisaje. Tal vez este siglo de plebes urbanas, proletariados
uniformados y filosofías que han oscurecido la tierra al
hipertrofiar el Estado y reducir al hombre a un simple grano
de
arena en la playa del tiempo, a una simple gota de agua en
la
corriente de la raza, esta idea puede ser pueril. Pero quien
acaba
de recorrer los caminos de Suramérica y, por tanto, ha
revivido
paso a paso su historia, sabe que por sobre la muchedumbre, o
antes
que ella, se encuentra siempre el hombre: Manco Capac, Núñez
de
Balboa, Pizarro, Valdivia, Orellana….
Razón
tenía Hegel cuando decía que todo contenido sólo puede ser
comprendido en cuanto encaje en el enrejado de la conciencia
ordinaria.
Conforme
con su ideología nos dirá más adelante que "No fue el indio
no pudo ser la turba indígena la que se rebeló hace un siglo
contra el invasor blanco. Fueron unos pocos hombres, unos
cuantos
espíritus que se pueden contar con los dedos de la mano, los
que
pusieron fuego a Suramérica, armaron con una lanza al
descontento
llanero, dieron un puñal a la manumisión del mestizo y
sacudieron
con el látigo la incuria del indígena”... Con lo transcripto
ya
sabemos lo que el autor quiere decir, en nombre de quién
habla y
justifica su posición. Un desprecio manifiesto por lo que
denomina
"bajos fondos" revela cuál es el alcance del
"nosotros", reducido arbitrariamente a éste o aquel
individuo, "contables con los dedos de la mano", pero que
sin embargo no dejan de ser un "nosotros". Lejos estamos
otra vez de los intentos de desmitificadores de un Francisco
Bilbao
y de un José Martí (Caballero Calderón, E., 1956).
Los
ejemplos que hemos puesto, los discursos de Alberdi y de
Bunge, por
un lado, y los de Bilbao y Martí, por el otro, nos muestran
la
existencia de ciertas categorías discursivas que dependen
del modo
como se ha ejercido en cada caso el a priori
antropológico.
Un análisis de este ejercicio nos permite por tanto
colocarnos, no
propiamente en una "historia de los discursos", sino en lo
que podríamos considerar como las condiciones de producción
de los
mismos y a partir de lo cual aquella historia sería posible.
No es
difícil de ver que el ejercicio del "ponernos como
valiosos" supone un horizonte de comprensión desde el cual,
con diverso signo, se elabora el nivel discursivo, que tiene
como
eje siempre aquel "ponernos", que, como hemos tratado de
mostrarlo, nos da el sentido del “nosotros" y de lo
"nuestro" en cada caso.
Por
otra parte, el estudio del discurso, tal cual aquí lo
planteamos,
supone la afirmación de una autonomía relativa de lo
discursivo.
Ésta surge de un hecho no siempre suficientemente subrayado,
cuyo
desconocimiento puede llevar en sus casos extremos a negar
la
posibilidad y el real valor que reviste el estudio de la
expresión
discursiva. Nos referimos concretamente a la naturaleza del
lenguaje
como mediación de todas las formas de vida real concreta. La
doctrina de lo ideológico según la cual éste sería un
"reflejo" de las relaciones sociales consideradas en su
pura facticidad, ha conducido a ignorar aquel fenómeno de la
mediación, creando la ilusión de que se puede confrontar de
modo
inmediato la realidad extralingüística y su expresión en el
lenguaje, por cuanto el acceso a lo primero sería directo.
Mas no
es así, por cuanto, para establecer la deseada
confrontación, se
ha de expresar también a nivel discursivo aquella realidad.
No hay
hechos económicos o sociales en bruto, sin la mediación de
formas
discursivas. La confrontación no se da, por tanto, entre una
realidad desnuda y las teorías o doctrinas, científicas o
no, de
la misma, sino entre formas discursivas, a una de las cuales
se le
atribuye la virtud de ser la "realidad", mientras que a la
otra se la declara "reflejo". La universalidad de la
mediación no llega, sin embargo a invalidar todo discurso,
pues, no
en todos la mediación se juega de la misma manera, como no
invalida
la doctrina del “reflejo", a pesar de otras dificultades que
ofrece, sino las interpretaciones ingenuas de la misma. Como
consecuencia de lo señalado, surge que una confrontación de
la
realidad extralingüística con la expresión discursiva que
intente
llevarse a cabo exclusivamente sobre la determinación de
contenidos, sin plantearse el problema de los códigos dentro
de los
cuales aquellos contenidos alcanzan significación, se
quedaría a
medio camino.
Previo
por tanto a una confrontación de aspectos de la
"realidad", con sus correlativos "contenidos"
dentro del discurso, se hace necesaria una confrontación
entre el
sistema de relaciones sociales y los sistemas de códigos de
los
cuales depende todo discurso, cuya estructura última se
enuncia
fundamentalmente en juicios de valor, a los que quedan
supeditados
los juicios de realidad. Momento investigativo éste en el
que
siempre se dará inevitablemente una mediación, por cuanto el
sistema de relaciones sociales no lo captaremos nunca en
bruto, pero
que abre las puertas para dar el paso del lenguaje
cotidiano, propio
de la conciencia ordinaria, al lenguaje científico, al
colocarnos
en la fuente donde se organiza el mundo de significados.
¿Cómo son
traspasadas y cómo pueden ser superadas las consecuencias de
la
mediación? La respuesta surge del proceso permanente de lo
que podríamos
considerar como "destrucción" de lo discursivo, por obra
de la facticidad social dentro de la que juega su papel todo
sujeto,
que es fundamentalmente "desestructuración" de códigos y
que se pone de manifiesto en la existencia de discursos
contrarios,
como hecho constante dentro de toda etapa histórico-social.
De esta
manera, aquella autonomía de lo discursivo que surge del
fenómeno
inevitable de la mediación, aparece constantemente quebrada,
hecho
que no impide darle toda la importancia que posee en
cualquier
intento de análisis de un texto.
El
hecho que hemos mencionado, el de la existencia de
"discursos
contrarios", exige la investigación de sus modos de
funcionamiento, a partir de lo cual será posible establecer
ciertas
categorías discursivas básicas, siempre en relación, como
dijimos
en un comienzo, con la forma como se ejerce el a priori
antropológico. De ahí la posibilidad de elaborar una "teoría
de los dos discursos", diferenciables básicamente por sus
estructuras axiológicas y que en el caso de uno de ellos, el
"discurso liberador", suele ir acompañado de ciertas
actitudes decodificadoras, que pueden incluso adquirir
formas
metodológicas precisas. El desarrollo y sistematización de
las
formas espontáneas de decodificación, funda, por lo demás,
la
posibilidad de la elaboración de discursos que anticipen el
poder
desestructurador de la facticidad social misma, sin que se
tenga que
esperar la madurez de los tiempos.
Tal
vez no sería necesario aclarar que la historia de los
discursos que
se intente sobre estos criterios, exige una investigación de
la
totalidad discursiva de una sociedad determinada en un
tiempo dado,
hecho que obliga a ampliar el concepto mismo de
"discurso", reducido tradicionalmente a lo textual. No
siempre el "discurso contrario" ha sido expresado de la
misma manera y en más de un caso se encuentra implícito, más
que
explícito, en formas discursivas que abarcan las más
diversas
modalidades expresivas de una determinada sociedad. Esto
rompe con
la pretendida-autosuficiencia de determinados discursos, por
cuanto
el antidiscurso de un discurso "científico" puede estar
dado, potencial o actualmente, en formas expresivas
vulgares, en
relación con las cuales ha de ser necesariamente estudiado y
que
poseen, para una doctrina acerca del discurso, tanto peso y
valor
como aquél, aun cuando no se nos presenten como
"teoréticos".
Por último, es necesario tener presente que el "discurso
contrario", al margen de su enunciación, se encuentra por lo
general, aludido-eludido en el mismo discurso al cual se
opone,
hecho que es característico de las formas discursivas
típicamente
ideológicas (Roig, A.,
1978: Cultura, 2).
Ver:
Carlos Bauer retoma el pensamiento de Roig en su análisis de la independencia haitiana desde una "filosofía de la liberación" en Bauer, Carlos F.(2008) "Introducción a la Primigeneidad Haitiana" en Silabario 10-11 Ver más en la sección Continente.
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