Para una poética del 17 de Octubre
Jorge Torres Roggero
“Por eso la revolución por las armas es un juego de chicos
comparada con la revolución cultural”
Rodolfo Kusch
La potencia creadora de los textos de Sarmiento es un depósito permanente de variables metodológicas y hasta de balbuceos teóricos. Puesto a describir y relatar las “escenas de la vida social”, el esquema conceptual previo le resulta insuficiente. Activa, entonces, las contradicciones y deja que la razón iluminista polemice con la razón poética. Los “resortes dramáticos”, postula, quedan fuera del “círculo de ideas en que se ha educado el espíritu europeo”. O sea estamos más acá de la razón dominante, fuera de su círculo de comprensión.
Lo paradójico es que el método de Sarmiento, frecuente entre los románticos, consiste las más veces en desplegar el texto como amplificación de una cita de autoridad. El rótulo, generalmente de un europeo y transcripto en idioma original, es usado como programa de lectura para interpretar la realidad argentina. Un buen ejemplo es la “Introducción de 1845” de Facundo. La retórica, en tanto argumentación y poética, se organiza a partir de un epígrafe de Villemain que exige al historiador una justicia imparcial pero no impasible. Y sobre todo, acepta el reto de desear, esperar, sufrir o ser feliz “con lo que narra” (Sarmiento, 1947: 1).
Es lo que procuraremos ahora. En lugar de discutir teorías acerca de revolución o de poética, tomaremos como punto de partida dos citas que luego aplicaremos a una reflexión sobre un hecho histórico puntual.
En 1968, durante un Congreso Cultural realizado en Cuba, Aîmé Cesaire reflexiona sobre la revolución. Sostiene que “no hay revolución completa si no se trata de un fenómeno que represente el ascenso y la emergencia de las fuerzas más profundas de lo social”. Desde su punto de vista, en un país neo-colonial y subdesarrollado, una revolución se configura como más real porque desoculta a los más oprimidos de los oprimidos. La energía revolucionaria permite a una colectividad “realizarse y expresarse”. Es una poética que se despliega como acto en sí, no como teoría estética. Por eso la revolución vendría a resultar el punto más alto de la imaginación poética.
Aîmé Cesaire lo enuncia de este modo:
“Hay evidentemente un primer punto común que se impone, y es que para mí la poesía nace del punto más alto de incandescencia del hombre: de su mayor movilización interior. Y la revolución, en el fondo, es poesía colectiva […] La poesía brota de las profundidades y la revolución brota de las profundidades” (Cesaire, 1970: 3-15). [1]
Se produce una sorprendente correlación: al poner en actividad la imaginación poética y abarcar al hombre total, la revolución como acto en sí es poesía colectiva. Ahora bien, ese momento de mayor intensidad del hombre prefigura una poética que no necesariamente se manifiesta como sistema ni como escritura. La revolución es un tajo, una discontinuidad. Un poder se triza y se desata una nueva fuerza histórica que necesita para expresarse formas de representación no dominadas. En una revolución la retórica es una presencia necesaria. Sin embargo, en la externidad de sus formas canónicas, reconocidas, prestigiosas, la literatura continúa, generalmente siendo contrarrevolucionaria. Paradójicamente, la revolución sólo suele efundir formalizaciones duraderas mucho tiempo después de su irrupción, cuando ya ha sido copada por una tecno-burocracia. Entonces la retórica se vuelve, otra vez, campo de batalla.
La segunda cita que alude a la relación entre revolución y poesía, es de León Trotsky: “La revolución – postula- arrancará para cada individuo el derecho no sólo al pan, sino a la poesía. […] Conquistemos, para todos y para todas, el derecho al pan y el derecho al canto”. (Trotsky, 2008: 39-40)
Por otra parte, la energía revolucionaria, al desatar el dinamismo transformador de los excluidos, se define por rasgos manifiestamente expansivos. Antonio Gramsci sostendrá que toda nueva hegemonía “expande fuerzas latentes mediante el uso de la retórica, la liturgia y la acción” (Gramsci, 1976: 39).
Recordemos ahora el miércoles de octubre de nuestra proposición. Según Scalabrini Ortiz en todos los pueblos y ciudades de la Argentina había ocurrido lo que, en Buenos Aires, cobró dimensiones colosales. El escribió en HECHOS E IDEAS, en febrero de 1946:
“Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en densas vaharadas, mientras multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de la Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor mecánico de automóviles, la hilandera y el peón. Era el subsuelo de la patria sublevado”. (Scalabrini Ortíz, 1946: 29) [2]
Leopoldo Marechal, por su parte, dejó constancia de cierta mutación ocurrida en la letra de una melodía popular: “…el rumor fue creciendo y agigantándose, hasta que reconocí primero la música de una canción popular, y enseguida su letra: “Yo te daré,/ te daré, Patria hermosa,/ te daré una cosa,/ una cosa que empieza con P, / Perooón”.
Y aquel “Perón”, recuerda, “resonaba periódicamente como un cañonazo”. Fue ese día cuando el poeta bajó desde el quinto piso a la calle y se unió a la multitud que avanzaba hacia la Plaza de Mayo. Era el miércoles 17 de octubre de 1945. Marechal sintió que algo nuevo se manifestaba: “Vi, reconocí, y amé los miles de rostros que la integraban: no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder”. Esa muchedumbre, todavía sin nombre, era un subsuelo sublevado. Salir “a la visibilidad”, brotar del subsuelo, del suburbio (sub urbe) era una actividad de los cimientos, una rajadura de la estructura.
El pueblo estaba tomando la palabra y era un solo grito. Hacía falta una profunda liturgia para desamordazar un lenguaje por mucho tiempo dominado. Vestido con su ropa de trabajo, disfrazado de gaucho, mostraba su irreverencia frente a las instituciones de la opresión. Y comenzaron a retumbar, por primera vez en la historia política moderna, los grandes bombos. Venían de los circos, de las bandas de música de los inmigrantes, de los misachicos y carnavales norteños. Su ritmo era el espondeo del corazón profundo. El goce, como actividad estética primaria, libraba al hombre del trabajo penoso y lo capacitaba para otras experiencias. Gozar no se oponía a trabajar: era un aprendizaje de libertad necesario que arrancaba la máscara del lenguaje impuesto. Lo no comprobado comenzaba a enunciarse como posible. La canción sonaba todavía como un murmullo sordo, como un áspero trabajo de erosión. Es cierto, la muchedumbre todavía no podía nombrarse ni a sí misma, pero creaba una liturgia, unos símbolos, un talante no solemne, de fiesta desatada. ¿Cómo manifestar la reivindicación de quien es dominado en el mismo lenguaje de quien lo domina?
Pensemos un poco en los avatares de la canción popular que hemos recordado. No hace mucho aconteció el campeonato mundial de rugby. El sponsor del equipo argentino lanzó una publicidad en que recurría al famoso “Yo te daré”. Los Pumas avanzan en un gran transporte y poco a poco se les va uniendo una multitud en automóviles, camiones, camionetas. Es una clase media emocionada.
Ahora la vieja canción de 1945 se oye así: “Yo te daré,/ te daré una cosa,/ una cosa que empieza con P,/ Puma.” En realidad, la P , por la situación de discurso, es y no es Puma pero sí es, seguro, Personal, la transnacional que esponsorea.
La canción original en cambio festejaba a una mujer, celebraba una pasión individual. Este es el estribillo: “Yo te daré,/ te daré, niña hermosa,/ te daré una cosa/ una cosa que yo sólo sé”. La letra y la música connotan ritmo, fiesta, risa, danza, presencia de los cuerpos. El “jingle” de Personal elimina “niña hermosa” y se refiere a un receptor indefinido, sin cara, sin cuerpo, un consumidor de “cosas”, un cosificado.
La muchedumbre del 17 de octubre reemplazó “niña hermosa” por “patria hermosa” y la adivinanza picaresca “yo sólo sé” por “Perooón”. La patria se corporizaba. Ya no era la mujer aséptica con aires de diosa solterona que alegorizaba a la república en los pesos moneda nacional de la época. Esa imagen conducía a un solo significado: el de la clase dominante. Ahora la patria era una mujer hermosa en reclamo de su hombre: era una prosopopeya en boca del pueblo.
Nadie discute, hoy en día, la presencia de las mujeres el 17 de octubre. El día 16 de octubre trescientas mujeres se congregaron en la calle Nueva York de Berisso. Vivaban el nombre de Perón y pronto se sumaron a ella los obreros que iniciaron la marcha hacia La Plata.[3] En un libro de Susana Bianchi y Norma Sanchís (Bianchi y Sanchís, 1988) se recogen testimonios de mujeres que marcharon el 17 de octubre. Con el recurso de historias de vida fundadas en la oralidad, una mujer responde: “Por todas las calles brotaban...por todos los lados habían....impresionante...es una cosa de nunca olvidar...”; y otra, “Todo el mundo se abrazaba, se encontraban en la calle y era un abrazo y era una alegría”. Ese brotar de todos lados indica la epifanía de una presencia latente u oculta. Un sujeto nuevo se ha apoderado de la calle y la ha convertido en lugar de encuentro, abrazo y alegría.
En La Plata , cuando pasaron frente a la Universidad , comenzaron a gritar: “Alpargatas sí, libros no”. Luego cantaron el Himno Nacional y concluyeron con silbatinas y burlas. La farsa, el ridículo, la parodia eran ahora un arma. En Rosario, montaron un burro y el jinete llevaba un cartel que decía: “profesores universitarios” (Torre, 1995).
Los diarios de la época resaltan ciertas características de estas “turbas” que, poco a poco, se ganarán el apelativo de “hordas”. Prevalecen los jóvenes. Su vestimenta es la ropa de trabajo. Algunos apedrean los centros sociales y lugares de diversión de la élite dominante (Jockey Club). Y siempre los bombos y las banderas. Pero no se advierten, salvo raras excepciones, ataques individuales. Desatan largas silbatinas frente a las instituciones y símbolos de opresión social y cultural. Recuérdese que las universidades y todos los diarios, salvo LA EPOCA , eran antiobreros. En realidad, se celebra un ritual destinado a abolir los símbolos de las instituciones de dominación, de la desigual distribución del poder material y cultural.
La práctica militante de la cultura popular, según Michel De Certeau[4], es una lucha por la toma de la palabra. Toda lucha por el poder, postula, es una lucha por la palabra. En efecto, si la lengua es una producción de todos, su red de contextos explícitos e implícitos es el lugar por excelencia de las prácticas anónimas de creación y difusión. En ella germina el pensamiento seminal, florece la cultura y, por lo tanto, todos los posibles de nuestra libertad.
Ahora bien, los aparatos políticos, sindicales o universitarios, cuando han perdido el poder de organizar una representación, se recluyen en el poder de la palabra muerta para defender su representatividad. Es cuando se autoatribuyen la potestad de hablar en nombre de todos. Hasta el 17 de octubre, el campo popular, si bien había accedido a crecientes conquistas sociales, carecía aún de poder para hacer valer sus representaciones, o sea, para ser tenidos en cuenta como realidad en las estructuras. La presencia de Perón implicaba la necesidad de contar con su palabra como un operador de condensación semántica en la marcha hacia una expansión de las fuerzas latentes, hacia una conquista del derecho al pan y el derecho a la poesía y el canto. No sólo el problema del comer, diría Rodolfo Kusch, sino de “recobrar la dignidad del comer” (Kusch, 1975). ¿Hay señales en aquel miércoles de octubre del quiebre de una continuidad? ¿Hay barruntos, tartamudeos, silabeos de que en ese momento se corta el lazo discursivo entre poder y representación?
Todo hace pensar que el enfrentamiento más desigual y violento, se produce en el orden del discurso. Hay una palabra balbuciente que choca con la gramática y la retórica del estado, de las instituciones de la cultura y de los cánones literarios de escritores e intelectuales cuyo discurso, aún en sus expresiones más altas, ha sido naturalizado como función de un sistema de explotación y dominación, de una totalidad cerrada. Las masas anónimas existían por lo que “ese poder” decía que eran: lumpen, grasas, iletrados, brutos, turbas, hordas. En todos los casos, materia de desprecio y explotación. Más aún, en los círculos de la más “alta cultura” nada se decía de ellos. En consecuencia no existían.
Foucault llama la atención sobre los movimientos populares. Se los suele presentar como producidos por el hambre, los impuestos, la desocupación pero nunca como una lucha por el poder. ¿Pueden las masas soñar con comer bien pero no con ejercer el poder?:
“La historia de las luchas por el poder y en consecuencia las condiciones reales de su ejercicio y de su sostenimiento, sigue estando totalmente oculta. El saber no entra en ello: eso no debe saberse” (Foucault, 1992: 31)
Ahora bien, tener poder es organizar una representación. Los artistas, los intelectuales, suelen erigirse en únicos depositarios de la elocuencia, del hablar, de la poética. Sin embargo, las luchas por el poder han demostrado que los pueblos no necesitan esos saberes porque, desde siempre, saben lo que quieren. ¿Cómo tomar el poder sin organizar una representación? Si no se toma el poder y se organiza la representación: ¿cómo sacar a la visibilidad el lenguaje propio, el modo de nombrar las cosas y la vida?
Esto nos lleva a reconsiderar el papel de la plebe en la historia. Foucault sostiene que no existe la realidad sociológica de la plebe, pero “existe siempre alguna cosa, en el cuerpo social, en las clases, en los grupos, en los mismos individuos que escapan de algún modo a las relaciones de poder; algo que no es la materia primera más o menos dócil y resistente, sino que es el movimiento centrífugo de la energía inversa, lo no apresable.” (Ibid, 1992: 170)
La masa de ese miércoles de octubre andaba buscando poder hablar, liberar la palabra. Esa palabra liberada debía ser defendida para que no fuera recapturada por el sistema de dominación. Eran los desconocidos de siempre que accedían a la visibilidad con su vestimenta, sus gestos, sus liturgias, sus cantos y una mezcla de cuerpos desatados que la clase dominante percibía como una presencia obscena y amenazante. Ezequiel Martínez Estrada en un texto muy conocido (“¿Qué es esto? Catilinaria) publicado en 1956, con el peronismo en derrota y en el fragor de los fusilamientos de la primera dictadura genocida del siglo XX, sostiene que en la multitud del 17 de octubre se reencarnaba la mazorca, “pues salió de los frigoríficos como la otra salió de los saladeros”. De acuerdo a su criterio, Perón “recogió con prolija minuciosidad, de hurgador de tachos de basura, los residuos de todas actividades nacionales, en los órdenes material y espiritual”.
“Volcó a las calles céntricas un sedimento social que nadie había conocido. Parecía la invasión de gentes de otro país, hablando otro idioma, vistiendo trajes exóticos […] aparecieron con sus cuchillos de matarifes en la cintura, amenazando con un San Bartolomé del Barrio Norte. Sentimos escalofrío viéndolos desfilar en una verdadera horda silenciosa con carteles que amenazaban tomarse una revancha terrible. (Martínez Estrada, 1956: 28-44) [5]
En pleno cambio de designaciones, los periódicos de izquierda manifestaban el desconcierto y la inadecuación de sus análisis de la realidad. Ellos echaban una mirada sobre los manifestantes, que habían adelantado por su cuenta el día de paro decretado por la CGT , y los “definían” como “bandas de desharrapados”.
Al compás de sus bombos, subían y bajaban las antorchas fabricadas con la edición 5ª del diario CRITICA que había titulado con grandes letras: “Grupos aislados que no representan al auténtico proletariado argentino tratan de intimidar a la población”. La fotografía de un grupito de personas que marchaba por Avenida de Mayo con aire distraido, ilustraba la portada.
Puestos a considerar, la fuerza de esa multitud, si bien intimidaba por el número, residía en la alegría: reían, saltaban, bailaban, se sentían dueños de las calles paquetas de Barrio Norte gritando sin cesar: “¡Aquí están! ¡Estos son! Los muchachos de Perón.”[6]
Los socialistas de La Vanguardia y los comunistas de Orientación coincidieron en marcar lo sucedido como una anormalidad. Se trataba de algo tan a contramano de la representación de la realidad en que estaban enredados, que el hecho nuevo desubicaba los modelos con que se habían habituado a catalogar los grupos sociales. Esas multitudes carecían del tono solemne y la disciplina característica de las izquierdas de la época. Juaretche dirá, jocosamente, que los socialistas desde hacía cincuenta años hablaban en sus discursos de la “blusa obrera” y, cuando los obreros salieron a la superficie, no los reconocieron porque venían “descamisados”. Para La Vanguardia del 23 de octubre los manifestantes no eran obreros “tal como siempre se ha definido a nuestros hombres de trabajo, aquellos que desde hace años han sostenido y sostienen sus organizaciones gremiales y sus luchas contra el capital…” ¿Qué eran entonces? Una horda, “el espectáculo de una mascarada, de una balumba” degenerado en “murga”. Desde su punto de vista, un obrero argentino no actuaría en una manifestación en demanda de sus derechos como lo haría en un desfile de carnaval.
Américo Ghioldi sostenía que cuando un cataclismo social moviliza “las fuerzas latentes del resentimiento, se cortan todas las contenciones morales, dan libertad a las potencias incontroladas, y la parte del pueblo que vive del resentimiento, y acaso para su resentimiento, se desborda en las calles, amenaza, vocifera, atropella, asalta a diarios, persigue en su furia demoníaca a los propios adalides permanentes...” Para él se trata de un “lumpenproletaria” sin contenciones morales. Son los “vagos y malentretenidos” del siglo XIX reencarnados como proletariado ocioso, sin conciencia histórica, resentido y bárbaro.
ORIENTACIÓN, el periódico del Partido Comunista, realiza la vinculación expresa con las masas federales de S. XIX apoyándose en la interpretación oligárquica de la historia:
“el malevaje peronista que, repitiendo escenas de la época de Rosas y remedando lo ocurrido en los orígenes del fascismo en Italia y Alemania, demostró lo que era arrojándose contra la población indefensa, contra el hogar, contra las casas de comercio, contra el pudor y la honestidad, contra la decencia, contra la cultura, imponiendo el paro oficial [...] ese día, y el día siguiente (el oficialismo) entregó las calles de la ciudad al peronismo bárbaro y desatado”.
El día 24, la Mesa Directiva del radicalismo sostiene en un comunicado que: “el 50% de los manifestantes eran mujeres y menores teniendo informaciones fehacientes de que muchos recibieron dinero para concurrir”. La observación es, por un lado, un silogismo minimizador: el 50% eran niños y mujeres; ahora bien, los niños y mujeres no votan; ergo, no es una fuerza electoral importante. Pero, por otro lado, profieren un mito fervorosamente cultivado por la clase media: el del clientelismo. Tienen “informaciones fehacientes de que muchos recibieron dinero para concurrir”. Sólo faltaron, porque aún no circulaban, el chori, la coca, el “tetra” y el paco.
¿Qué decía la prensa “seria”? Según el diario LA CAPITAL (19/10/ 1945), los manifestantes desfilaban “en mangas de camisa”. Hombres y mujeres vestían “estrafalariamente, portando retratos de Perón, con flores y escarapelas prendidas en sus ropas, afiches y carteles”.
[1] En carta a Maurice Thorez, el poeta de Martinica renuncia al partido comunista. Pensaba que el pueblo negro debía crear sus propias estructuras de lucha política, sin intervención paternalista y externa de partidos europeos.
[3] Cfr.:James, Daniel, “17 y 18 de Octubre de 1945.El peronismo, la protesta de masas y la clase obrera argentina” (Torre, 1995: 83-129; Luna, 1971; Reyes; 1973).
[4] De Certeau, Michel, 1995, La toma de la palabra y otros escritos políticos, México, Universidad Iberoamericana.[5] Asegura que Perón recolectó “la hez de nuestra sociedad y de nuestro pueblo”. Sobre Yrigoyen afirma: “no atacó de frente ni de soslayo a la cultura, pero habilitó una forma muy del gusto de la chusma, una paracultura con órganos de seudoculturación”
[6] No es casual que, al pasar frente al diario crítica, ocurriera el único episodio sangriento del día. Ante la silbatina, gente armada que, en el interior, estaba convencida del carácter violento de aquello que llamaban hordas, dispararon y asesinaron a dos manifestantes.
[7] Jauretche, Arturo, 1974, Prosa de hacha y tiza, Buenos Aires, A. Peña Lillo Editor, 99ss.
23 de junio de 2009.
TORRES ROGGERO, Jorge, "Cultura Popular y Revolución: Para una Poética del 17 de Octubre", 2009 en Silabario número 12. Año XI. Págs. 13-29.
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