II
            LA HISTORIA DEL "NOSOTROS" Y DE LO “NUESTRO"
Hemos
            dicho que el "nosotros" es "nosotros los
            latinoamericanos" y hemos tratado de señalar al mismo tiempo
            la insuficiencia de tal autodefinición, como también la
            complejidad que encierra su enunciado.
Ese
            "nosotros" hace referencia a un sujeto que si bien posee
            una continuidad histórica, no siempre se ha identificado de 
igual
            manera. En algún momento el hombre latinoamericano se 
denominó a
            si mismo como tal, y si bien esa denominación supone e 
implica las
            anteriores, el hecho es que no siempre se respondió al 
problema de
            la diversidad teniendo en cuenta una misma comprensión de la
            unidad. Dicho de otro modo, el sujeto americano no siempre 
ha
            intentado identificarse mediante una misma unidad 
referencial.
Y
            no podía ser de otra manera, pues lo que ahora señalamos 
como
            "América Latina" es, como hemos dicho, un ente 
histórico-cultural
            que se encuentra sometido por eso mismo a un proceso 
cambiante de
            diversificación-unificación en relación con una cierta 
realidad
            sustante. No siempre se ha partido, por tanto, de una misma
            diversidad, ni se ha asumido esa diversidad desde una misma 
idea de
            unidad, y pueden señalarse como consecuencia horizontes de
            comprensión diversos. Es posible hablar, de esta manera, de 
una
            historia de los modos de "unidad", desde los cuales se ha
            tratado o se trata de alcanzar la comprensión de la 
diversidad.
Esta
            situación no es exclusiva de América Latina y puede ser
            considerada también respecto de Europa, más aún, debe serlo
            necesariamente.
Puede
            uno preguntarse y nos hemos preguntado si realmente existe 
Europa, y
            si existe, cuáles son sus límites históricos, geográficos o
            culturales. Sabemos que en más de una ocasión se ha afirmado
 la
            existencia de una "Europa marginal" o de una
            "no-Europa" dentro de la cual se ha colocado, por ejemplo,
            a España. Bolívar, en su "Discurso de Angostura" decía
            que "la España misma deja de ser Europa por su sangre
            africana, por sus instituciones y por su carácter", y, años 
más
            tarde, Sarmiento, en su Facundo caracterizaba a 
España como
            "esa rezagada de la Europa", que echada entre el 
Mediterráneo
            y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX, unida a la 
Europa
            culta por un ancho istmo y separada del África bárbara por 
un
            angosto estrecho, está balanceándose entre dos fuerzas 
opuestas”
            (Bolívar, S., 1975: 103; Sarmiento, D. F., 1967: 9). Para 
Hegel,
            según lo declara en sus Lecciones de filosofía de la 
historia
            universal, Europa se reduce a tres naciones:
            "Francia-Alemania-Inglaterra", que son las que detentaban
            según él un cierto espíritu, el del Occidente, que no era 
término
            relativo, sino absoluto. En lo que se refiere a la respuesta
 acerca
            de qué es Europa, lo que hizo Hegel no fue ciertamente 
resolver el
            problema, sino plantearlo, en cuanto que lo que nos ha dado a
            conocer no supera los límites de un determinado horizonte de
            comprensión, o dicho en términos hegelianos, una "metafísica
            habitual", con el agravante de un nuevo encubrimiento 
derivado
            esta vez no de la "representación" sino del
            "concepto".
En
            relación con esa Europa cambiante, cuya diversidad no 
siempre fue
            entendida desde una misma unidad, se ha jugado, y se juega 
aún, el
            problema de la unidad de América en general y de la América 
Latina
            en particular. El mismo ha estado, en efecto, en relación 
con un
            proceso de "historización", que puede ser definido como
            la sucesiva incorporación de América al "proceso
            civilizatorio" europeo, que supone y ha supuesto los 
sucesivos
            horizontes de comprensión desde los cuales se ha entendido 
la
            europeidad misma por parte de Europa, y que por tanto 
implica,
            dentro de ciertas líneas constantes, una variación en la
            interpretación de la unidad de América Latina.
No
            es un hecho casual que las naciones europeas que han 
pretendido
            serlo por antonomasia hayan sido las que dieron nacimiento, 
en
            sucesivas etapas y a partir de la circunnavegación del 
continente
            africano y el descubrimiento de América, al vasto proceso de
            organización del mundo colonial. Nuestra América integró ese
            mundo y los primeros que la concibieron como unidad no 
fueron las
            poblaciones colonizadas, sino los colonizadores. Tiene razón
 en
            esto O´Gorman cuando afirma que la idea de América fue
            "inventada" por Europa, pero lo fue en un proceso histórico
            de dominación, sobre la base de horizontes de comprensión 
que no
            podían ser "americanos" y que respondían a objetivos muy
            precisos de los sucesivos imperios mundiales, sostenidos y
            organizados por las viejas aristocracias y las burguesías, 
que se
            consideraron a sí mismas como lo europeo por excelencia.
La
            historia de los modos de unidad es a la vez la del 
nacimiento de la
            conciencia para sí de un determinado grupo social, pasada 
una
            primera larga etapa en la que el hombre de las tierras 
americanas,
            indígena o hijo de colonizadores, no se había abierto aún a 
la
            historia como sujeto posible de la misma.
En
            los siglos XVI Y XVII se hablaba de las Américas que 
integraban el
            Imperio español y el portugués, denominándolas "Indias
            Occidentales", "Nuevo Mundo", "Nuevo Orbe",
            etc. En el siglo XVIII se generalizó el ya por entonces 
antiguo término
            "América", y en relación con él aparecieron los de
            "América Española" y "América Portuguesa". Más
            tarde, en el siglo XIX, pasada su primera mitad, se hablará 
de
            "América Latina". A comienzo del siglo XX, y sin que
            dejaran de usarse a veces y en particular los nombres que se
 imponen
            desde la segunda mitad del siglo XVIII, se hablará de
            "Hispanoamérica", "Iberoamérica", "Indoamérica",
            "Euroamérica", "Eurindia", etc.
Como
            ya lo hemos afirmado, todas estas denominaciones de la
            "unidad" y otras que podrían citarse, no parten de un
            mismo horizonte de comprensión, ni definen la "realidad
            objetiva" que mientan, de la misma manera, como tampoco 
suponen
            necesariamente siempre un mismo sujeto que las enuncia. Por 
de
            pronto, los términos "Indias Occidentales" y "Nuevo
            Mundo" implican una definición de un ente cultural por 
oposición
            a otro. Se trata de una definición por negación: simplemente
 las
            "Indias Occidentales" no son las "Indias
            Orientales", y el "Nuevo Mundo" no es el "Viejo
            Mundo". La negatividad de la definición adquiere toda su
            fuerza en particular respecto de lo segundo, en cuanto que 
el mundo
            "nuevo" por oposición al "viejo" tuvo
            permanentemente como trasfondo axiológico los contrarios
            "ser-no-ser", "lleno-vacío",
            "contenido-continente", "historia-naturaleza",
            etc.
Por
            su parte, los términos "América Española", "América
            Portuguesa", etc., si bien siguen suponiendo una definición
            por oposición, no se trata de una oposición que implique
            radicalmente negación. De alguna manera es ya una definición
            positiva. Así, la "América Española" es definible por
            ciertos caracteres intrínsecos, constituidos en particular 
por lo
            que se puede llamar su "legado" o "tradición",
            que aun cuando en gran parte de origen europeo, ha sido 
asimilado
            como americano. De esta manera, a medida que América se fue
            historizando en el sentido de que se fue incorporando al
            "proceso civilizatorio" europeo y asimilándolo, los términos
            con los que se la señaló fueron suponiendo el paso de una 
definición
            por simple oposición hacia una definición que suponía la
            existencia de ciertos caracteres intrínsecos. Lo 
"hispánico",
            en efecto, ha sido y es, para la América Española, algo 
propio.
El
            otro aspecto importante que se debe tener en cuenta es el 
relativo
            al sujeto que en cada ocasión señaló la unidad de nuestra 
América.
            No hay duda de que el sujeto que hablaba de “Nuevo Mundo" en
            el siglo XVI no es el mismo que más tarde habló de "América
            Española", por ejemplo, en la expresión "nosotros los
            españoles americanos"; ni será el que, cuando un cierto 
grupo
            social adquiera una determinada autoconciencia, hable 
simplemente de
            "americanos", eliminando lo de "españoles" en
            su autodenominación. En cada caso se está partiendo de
            diversidades no coincidentes y a la vez entendiendo tales 
formas de
            diversidad, desde proyectos de unidad distintos. El 
conquistador
            europeo, el hijo del conquistador y posteriormente el hijo 
del
            colonizador, nacidos en América, afirmaron cada uno una 
unidad
            desde una diversidad que les era propia y, por eso mismo, 
desde
            distintos horizontes de comprensión. De este modo, la 
historia de
            los nombres viene a ser la historia de la aparición de un 
sujeto
            que los enuncia dentro de un proceso de historización que 
comienza
            siendo simplemente de incorporación a la "civilización"
            europea y que termina siendo de alguna manera de 
enfrentamiento, aun
            cuando en adelante se mueva siempre dentro del ámbito de 
aquélla.
            En este proceso es necesario reconocer formas de 
endogenación dadas
            conjuntamente con el surgimiento de aquel sujeto, dentro de 
la
            conflictiva marcha de los grupos sociales en nuestra 
América.
Este
            último aspecto irá cobrando cuerpo desde fines del siglo 
XVIII y
            adquirirá su máxima fuerza a partir de las guerras de
            Independencia y sobre todo una vez concluidas, momento en el
 que el
            problema no será simplemente de rechazo de las formas de 
dominación
            externas entonces imperantes, sino de enfrentamientos y de
            reconocimientos internos según el agitado proceso de 
constitución
            social de los nuevos Estados. El grupo criollo será el que 
habrá
            de tener la iniciativa, como heredero de las relaciones de 
dominación
            sobre otros estamentos y grupos sociales. Será aquél el que 
habrá
            de invocar el nombre de "americano", o de
            "hispanoamericano" más tarde, asumiendo, como clase que
            ha adquirido un cierto grado de conciencia para sí, la 
representación
            de los demás estamentos, en particular el del campesinado 
durante
            el siglo XIX y, a partir de las primeras décadas del siglo 
XX, el
            de las primeras formaciones de un cierto proletariado 
industrial.
            Complejo proceso, difícilmente esquematizable en pocas 
líneas, en
            el que el primitivo "grupo criollo" irá a su vez
            evolucionando hasta integrarse como un "patriciado" dentro
            de las burguesías nacientes, herederas a su vez de las 
formas de
            poder económico y político, como asimismo de la tarea de
            autodefinición del hombre americano.
El
            año 1900 abre una nueva etapa como consecuencia de los 
nuevos
            caracteres que comienza a mostrar la política expansionista 
de los
            Estados Unidos, inmediato heredero del poder imperial 
europeo en
            Latinoamérica y también por el hecho, cada vez más 
creciente, de
            una cierta participación política de las masas, largamente
            oprimidas, que comienzan a tener voz propia. De ahora en más
 y en
            particular en algunos países hispanoamericanos, ya no será 
un solo
            grupo social el que invoque una determinada forma de unidad y
 ejerza
            el derecho de autoafirmación. Demandas sociales conflictivas
            terminarán por mostrar la naturaleza relativa, no absoluta, 
de todo
            horizonte de comprensión, como también acabarán por llevar 
al
            descubrimiento de que algunos de ellos poseen un poder 
irruptivo
            histórico y suponen por eso mismo una afirmación de unidad 
de
            diverso signo.
Una
            larga historia pareciera anunciar su fin. El derecho de 
bautismo de
            nuestra América, inicialmente exclusivo de lo 
conquistadores, pasó
            en un determinado momento a los conquistados, mas también 
heredaron
            éstos las relaciones de dominación respecto de los 
dominadores a
            los dominados, por lo que los sucesivos nombres no pasaron 
de ser la
            expresión de universales ideológicos. Desde este punto de 
vista,
            queda claro que la historia de los nombres de nuestra 
América no se
            reduce a un problema de autodenominación, como, asimismo, 
que la
            inquietud por replanteárselo no es ni puede ser ajena a la 
cuestión
            de quién es el sujeto en nuestra América, que puede
            autodenominarse, de cualquier modo que sea, sin caer otra 
vez en
            proyectos de unidad que concluyan siendo encubridores tanto 
de
            nuestras formas de dependencia externa, como de las 
relaciones de
            explotación social interna. Desde este punto de vista el 
nombre que
            nos pongamos o el que aceptemos como ya puesto, sólo 
adquirirá
            validez en relación con el proyecto de un sujeto histórico, 
que no
            será este o aquel individuo, que posea la capacidad de 
integrar una
            sociedad hasta ahora regida por la figura del señor y del 
siervo,
            del explotador y del explotado. De ahí que los nombres no 
valgan
            por sí mismos y que, en definitiva, el que nos sirva para 
señalar
            nuestra autoafirmación y para autorreconocernos, será el que
 sea,
            potencial o actualmente, legitimado por aquel sujeto.
La
            historia de los nombres de nuestra América es por lo dicho, 
la
            historia trágica de un proceso de humanización al cual 
debemos
            sumarnos. Mas, ello requiere un grado de conciencia 
histórica y
            consecuentemente una tarea de revaloración crítica del 
proceso de
            acumulación de memoria organizado a partir de los sucesivos
            proyectos de unidad. Dentro de esa perspectiva analizaremos 
qué
            quisieron decir con las expresiones "América Latina" y
            "nuestra América", algunos escritores representativos del
            siglo XIX, lo cual nos permitirá aclarar qué queremos 
significar y
            qué deberíamos entender si no nos queremos apartar de esa 
lucha
            por la humanización, cuando decimos, con el espíritu que 
hemos
            manifestado, "nosotros los latinoamericanos".
A
            mediados del siglo XIX y hasta 1870, dos son las potencias 
mundiales
            que se organizan como naciones típicamente colonialistas en 
Europa:
            Inglaterra y Francia. Este último país, se enfrenta con el 
mundo
            sajón y el mundo eslavo en su carrera imperialista, tanto en
 la
            Europa misma, como en el Asia y el África, dentro de un 
proceso
            expansionista que no descuidaba las posibilidades que podía 
ofrecer
            la antigua América Española. Surge de este modo una 
ideología
            "panlatinista", que tendría eco en muchos escritores
            hispanoamericanos, como consecuencia del expansionismo 
territorial
            de los Estados Unidos. En efecto, en 1845, después de diez 
años de
            guerras entre México, el estado separatista de Texas y los
            norteamericanos, se produjo la anexión de aquel estado a la 
nación
            del norte. En 1847, tropas de los Estados Unidos toman la 
capital de
            México y obligan a reconocer la ocupación militar de los 
estados
            de California y de Nuevo México, con lo que la nación azteca
 perdió
            la mitad de su territorio. Estos hechos, y la importancia 
que
            Francia iba adquiriendo como "potencia latina", hicieron
            que la ideología panlatinista comenzara a ser alimentada 
tanto por
            franceses como por hispanoamericanos, si bien lo fue desde 
un
            comienzo con un distinto signo. Dentro de ella surgirá la 
expresión
            "América Latina".
Hasta
            ahora el testimonio mas antiguo de la aparición de la nueva
            dominación es, tal como lo sostiene Miguel Rojas Mix, una
            conferencia dictada en París por Francisco Bilbao el 24 de 
junio de
            1856 (Rojas Mix, M., 1997: 343-356). Muy pocos meses 
después, el 2
            de setiembre del mismo año, utilizó el término José María
            Torres Caicedo en un poema titulado “Las dos Américas” 
(Ardao,
            A., 1960: 175-185). El uso francés más antiguo es hasta 
ahora el
            aparecido en un artículo de un periodista francés L. M. 
Tisserand,
            quien usó la expresión “Amerique Latine” en la Revue des
            Races Latines, correspondiente al mes de enero de 1861. 
De
            acuerdo con lo dicho es desacertada la afirmación de John 
Phelan
            según la cual la palabra “Latinoamérica”, fue concebida “en
            Francia durante la década de 1860, como un programa de 
acción para
            incorporar el papel y las aspiraciones de Francia hacia la 
población
            hispánica del Nuevo Mundo” (Pelan, J., 1979: 119 y 138-139).
 Tal
            vez en los usos que le diera al término Torres Caicedo, en 
algunos
            de sus escritos, podría haber alguna presencia del 
panlatinismo
            imperialista francés, contenido que de ningún modo podría 
atribuírsele
            a Francisco Bilbao, hasta ahora el creador del término y en 
quien
            tiene un valor, como lo señala Rojas Mix de “paradigma
            anticolonial y anti-imperialista”, lo que es congruente con 
su
            valiente rechazo de la invasión francesa a México (Rojas 
Mix,
            M.,1997: 346).
Así,
            pues, el espíritu con el que fue utilizado el nuevo término 
en la
            revista francesa no era, sin duda, el mismo que movía a 
Bilbao. En
            el mismo año de 1861, en el que publicaba su comentario 
Tisserand,
            desembarcaron en México las tropas francesas que acabarían 
por
            imponer, dos años mas tarde, el Imperio de Maximiliano. El 
libro La
            América en peligro (1862), hablaba de “América Latina”,
            pero oponiéndose tanto a los Estados Unidos, como al 
panlatinismo
            francés, en una posición teórica y política congruente con 
la de
            su amigo y maestro Edgar Quinet (Cfr. Pelan, J., Ib. 134).
Las
            diferencias entre el sentido americanista y europeísta de la
            expresión "América Latina", podemos verlas de modo claro
            si analizamos comparativamente los textos de La América 
en
            peligro, con lo que Juan Bautista Alberdi decía en su 
obra El
            gobierno de Sud América, escrita al año siguiente, en 
1863, si
            bien publicada muchos años más tarde. Ambos libros surgieron
 como
            respuesta ante la invasión francesa a México, fruto de la 
política
            imperialista de Napoleón III.
Alberdi
            denuncia "el exceso de americanismo" que ha provocado
            aquella invasión. Se trata, según él mismo nos lo dice, de
            "la reacción del americanismo indígena y salvaje" que se
            opone en América "al patriotismo liberal, americano y
            moderno". Se plantea el problema de cuál es el sujeto 
histórico
            que tiene derechos a invocar el nombre de América y, por 
tanto, a
            sostener un americanismo "auténtico". La respuesta de
            Alberdi es terminante. La revolución de América fue hecha 
por
            "el pueblo europeo de origen y de raza, no el pueblo de
            nacionalidad indígena y salvaje". "Es en nombre de la
            Europa que somos hoy mismo dueños de la América salvaje, los
            americanos independientes de origen español”. De ahí la 
defensa
            que hace de la aristocracia latinoamericana, como también de
 la
            monarquía, como forma ideal de gobierno, frente a la 
república que
            se le presentaba como la puerta para la intromisión en la 
cosa pública
            de las masas ignorantes. "Identificarse con los americanos
            primitivos, es decir, con las masas conquistadas, es perder 
toda
            noción de origen histórico, del papel de su propia raza, y
            colocarse en la falsa posición de conquistados, siendo en 
realidad
            la raza conquistadora, la raza latina o europea, como es en
            realidad... Lo que no ha desaparecido de la raza 
conquistada, es
            incapaz de toda reacción civilizada porque es salvaje o 
bárbaro"
            (Alberdi, J. B., 1896).
El
            gobierno de Sud-América, sea monárquico o republicano, debe 
ser el
            gobierno de sus aristocracias y no la "república 
democrática".
            Ambas líneas de gobierno suponen, según Alberdi, dos
            "americanismos": el de la civilización y el de la
            barbarie.
Como
            consecuencia de esta posición, Alberdi decide apoyar la 
intervención
            francesa en México, con lo cual no contradecía su tesis 
expresada
            en 1851, cuando decía lapidariamente que en América era 
bárbaro
            todo lo que no era europeo. Dentro de la expresión "América
            Latina", usada por Alberdi, subraya, lo mismo que Tisserand,
 lo
            latino, por ser lo europeo, y niega sustantividad histórica a
 América.
            Luchar contra los franceses en México significaba 
reivindicar una
            América, pura naturaleza y barbarie, y no apoyarlos, era 
dejar las
            puertas abiertas a la América Sajona.
"América
            Latina" vale, pues, por lo adjetivo y no por lo sustantivo.
            Paradojalmente el sustantivo que compone la expresión, 
carece de
            sustantividad, es como él mismo lo dice, "lo fantástico"
            y el adjetivo, aparece sustantivado, es lo histórico, lo
            civilizado. Pues bien, si América es lo puramente negativo, 
lo que
            carece de significado dentro de la historia humana, lo que 
se opone
            al progreso, a la cultura, México, enfrentado al poder 
europeo,
            deba presentarse para Alberdi con los colores más sombríos. Y
 así
            dirá que es "...el más atrasado de cuantos países deben su
            origen a la España... Su suelo se encuentra rodeado de 
costas pestíferas,
            cuando no tempestuosas, especie de Estigia terrestre; se 
diría que
            el dedo de la muerte ha trazado sus fronteras sepulcrales". 
México,
            en lucha contra lo más reaccionario de las aristocracias 
europeas,
            resultaba ser un ataúd, la muerte de la historia y de la 
civilización.
América
            era un vacío que debía ser llenado, un continente sin 
contenido y
            que si tenía ya alguno, le había venido de afuera, de la 
Europa
            latina. Lo demás, lo inconcebible, lo inexplicable, lo 
"fantástico”,
            no poseía sustantividad alguna, ni menos aún derechos para 
invocar
            un americanismo. La expresión "nosotros los
            latinoamericanos", se reducía en Alberdi a un "nosotros
            los europeos latinos de América" o a un "nosotros los
            integrantes de las aristocracias de origen español", cuya
            renuncia a la misión heredada de dominación respecto de los 
grupos
            sociales inferiores, era simplemente, renuncia de la
            "civilización".
Frente
            a otros escritos alberdianos, de los que necesariamente 
deberemos
            ocuparnos, El gobierno de Sud América ha sido
            considerada por Bernardo Canal Feijoo como una "obra
            aberrante". No se trata, sin embargo, a nuestro juicio, de 
un
            "extravío", sino de una de las tantas manifestaciones del
            sistema de contradicciones dentro del cual se movieron 
muchos
            liberales hispanoamericanos (Canal Feijoo, B.,1955: 507 y 
517).
Muy
            otro será el sentido de la expresión "América Latina"
            en Francisco Bilbao. El régimen de valores que rige el 
pensamiento
            de este autor es la contraparte del que hemos visto sostiene
 la
            posición alberdiana. México, que había provocado según el
            escritor argentino, un verdadero "exceso de americanismo",
            no es para Bilbao un ataúd, sino "lo más bello y lo más rico
            de América" y además, el destino político de América no es
            la monarquía o su sustituto, la república aristocrática, 
sino la
            democracia. "Creemos -dice- que la gloria de América,
            exceptuando de su participación al Brasil, imperio con 
esclavos, y
            al Paraguay, dictadura con siervos, y a pesar de las 
peripecias
            sangrientas de la anarquía y despotismo transeúntes, sea por
            instinto, intuición de la verdad, necesidad histórica o 
lógica
            del derecho, consiste en esa gloria, en haber identificado 
su
            destino con la república”. Mas, como hemos aclarado, no es 
la
            proyectada por las oligarquías europeizantes, partidarias 
del
            despotismo ilustrado, sino aquélla que tiene sus raíces en 
el
            pueblo mismo, que es de donde deriva toda soberanía. De ahí 
que
            Bilbao entienda que es gracias a la participación de las 
masas, a
            la presión ejercida por ellas, que América ha señalado su
            destino: "Sí, gloria a los pueblos –dice- a las masas
            brutas, porque su instinto nos ha salvado. Mientras los 
sabios
            desesperaban o traicionaban, esas masas habían amasado con 
sus lágrimas
            y sangre el pan de la República, y aunque ignorantes, el 
amor a la
            idea desquició todas las tentativas de los que imaginaron
            reproducir un plagio de monarquía”.
Mas,
            Bilbao no se quedará en este nivel, sino que tratará de
            profundizar en las causas por las cuales los partidarios de 
la
            intervención francesa en México han adoptado una posición
            antipopular y por eso mismo antiamericanista. El motivo que 
ha
            llevado a los "civilizados" que piden "la exterminación
            de los indios y de los gauchos", al desprecio y 
desconocimiento
            del papel histórico de las "masas brutas", se encuentra
            en un "olvido", concepto con el cual Bilbao habrá de
            intentar una crítica de la razón política.
En
            efecto, cuando los grupos conservadores, oligárquicos y
            europeizantes, enuncian un "nosotros", están olvidando la
            amplitud que debería tener en boca de un americano, según 
piensa
            el escritor chileno, y lo reducen al grupo dominador.
            "Sostenemos -dice- que el olvido de algún elemento necesario
            que entra en la concepción de la verdad es causa de casi 
todos
            nuestros errores”. Así, por ejemplo, el olvido del 
absolutista es
            "el olvido del derecho de la libertad de todos". Ese
            "olvido" está además condicionado o causado, como el
            mismo Bilbao lo declara, por "la posición social", se
            trata, dice, "de una cuestión de mesa, de albergue, de
            rentas".
Bilbao
            va más allá todavía en su crítica de la razón política.
            Denuncia que para justificar el "olvido" y la afirmación
            del "nosotros" dominador, propios del
            "americanismo" aristocratizante y europeizante, se
            recurrirá a la división de los americanos en "espíritu"
            y "materia" y que sólo los que se consideran colocados en
            el primero son los que pueden hablar en nombre de todos. 
Bilbao
            reconstruye el razonamiento del hombre opresor:
Conspiro
 con
                algunos, a quienes seduce la bella perspectiva del ocio,
 del
                dominio, de los goces. Sorprendemos a otros y los 
esclavizamos,
                y con los esclavizados aumentamos la conquista. 
Enseguida
                educamos a los esclavos diciéndoles: Brahma, el eterno, 
nos sacó
                a nosotros de su propia cabeza para dirigiros, y a 
vosotros, de
                sus pies, para servirnos. Somos la palabra del Ser, el 
universo
                tiembla. El rayo, el trueno, la tormenta, el temblor, 
son
                manifestaciones de su ira: obedeced si queréis salvaros.
 El
                freno queda colocado y las riendas en manos de la casta.
 He ahí
                cómo se domina a las multitudes, he ahí cómo se enfrena a
 los
                pueblos.
El
            desconocimiento de los otros, proviene viciosamente de 
nosotros
            mismos y el rechazo de que somos objeto por parte de ellos, 
lo
            atribuimos a su "incapacidad" para incorporarse a
            "nosotros" únicamente mediante la violencia, la fuerza,
            es posible reducir las masas e introducirlas en nuestro 
propio plan.
            De ahí que si hay república, porque la monarquía es 
imposible ya
            en América, debe ser una "república fuerte". Tal era la
            tesis de Alberdi que hemos comentado y será años más tarde 
la del
            "cesarismo democrático" de los positivistas.
Como
            consecuencia del "olvido" se genera la violencia, por lo
            mismo que es fundamentalmente violencia. ¿Cuál es el 
discurso de
            los "civilizados" según Bilbao? Ellos dicen: "Ved
            esos bárbaros: los hombres del campo, los huasos, los 
gauchos, los
            llaneros, los jornaleros, los peones, en unas palabras, las 
masas,
            el pueblo. ¿Y queréis instituciones? ¡No! Es necesario la 
fuerza,
            el poder fuerte, la dictadura”... Los "partidos
            civilizados" piden, pues, "la dictadura de las clases
            privilegiadas". Pero aquellas masas de las que habla Bilbao 
ya
            no son las que dieron su sangre durante las guerras de 
Independencia
            bajo el control del partido criollo, son las masas 
levantadas
            durante las guerras civiles posteriores a la Independencia, 
que han
            adquirido una cierta conciencia, un cierto para sí. De ahí 
que
            ellas propongan también su dictadura. "Las masas 
desheredadas
            y atropelladas como animales, buscan caudillos. Es la 
dictadura de
            la venganza y la garantía de su modo de ser”. No cabe duda 
de que
            en este enfrentamiento de clases sociales, muy distinto 
debía ser
            el sentido del "nosotros los latinoamericanos", como también
            el de América Latina.
En
            efecto, para Bilbao, en primer lugar está "América" y en
            segundo, su "latinidad". Su defensa no se encamina a
            "salvar" a esta última, aun cuando ella tenga valores
            apreciables, sino a salvar a América. El libro de Bilbao no 
se
            llama "La América Latina en peligro", como podría
            haberlo titulado ya que la expresión "América Latina"
            aparece usada en el mismo texto, sino que lo denomina 
simplemente
            "La América en peligro": esta América sometida a los
            avances tanto del Imperio francés como norteamericano y 
organizada
            internamente sobre la violencia justificada con la palabra
            "civilización". De este modo, Bilbao subrayará lo
            verdaderamente sustantivo de la expresión, y dejará lo 
adjetivo
            como tal. América es por tanto un término lleno de contenido
 histórico,
            válido y sustante por sí mismo. La expresión "nosotros los
            latinoamericanos" no quiere decir otra cosa que los 
americanos,
            que si bien se diferencian de los de la América Sajona por 
su
            incorporación al mundo latino, valen antes que nada en 
cuanto
            americanos, sean ellos latinos o no lo sean, constituyan los
 grupos
            de las aristocracias de origen español, sean indígenas que 
sólo
            hablan su lengua, o mestizos que han mantenido hábitos de 
vida no
            totalmente europeizados (Bilbao, F., 1972: 277; 301, etc.).
La
            exigencia de que hemos partido: "ponernos a nosotros mismos
            como valiosos", se encuentra implícita asimismo en la 
expresión
            de "lo nuestro". En efecto, definir los alcances del
            "nosotros" supone a la vez la definición de "lo
            nuestro", no en el sentido de las cosas que son nuestras, 
sino
            en el de "nuestro modo de ser", "nuestra
            identidad", que incluye nuestra relación con aquellas cosas.
            Un análisis de lo que los escritores americanos han 
entendido por
            "lo nuestro" y muy particularmente, lo que han creído
            entender en la locución "nuestra América", es de
            particular interés.
La
            expresión se encuentra enunciada textualmente como Nuestra
 América,
            en el célebre artículo de José Martí, aparecido en México en
            1891, como también años más tarde, es título del libro de 
Carlos
            Octavio Bunge, Nuestra América, de 1903. La 
problemática de
            "lo nuestro" y los orígenes de la locución "nuestra
            América", se encuentran sin embargo ya claramente en las 
célebres
            Cartas de Jamaica de Simón Bolívar y son fácilmente
            rastreables inclusive en escritores hispanoamericanos desde 
fines
            del siglo XVIII. La ideología latinista, a mediados del 
siglo XIX
            dará particular importancia al tema, como puede verse en 
ensayistas
            como José María Torres Caicedo. Muchos otros casos podríamos
            citar, bástenos con un análisis de las respuestas dadas por
            aquellos dos escritores que, como en el caso anterior, nos 
permitirá
            dar un paso más en la determinación del "nosotros".
Comencemos
            por el citado texto de José Martí. ¿Cómo llegar a lo
            "nuestro"? ¿Cómo llegar a la afirmación de
            "nosotros mismos como valiosos" y a la vez tener
            conciencia del alcance del "nosotros" desde "lo
            nuestro"? Tal sería el planteo de base que surge del escrito
            de Martí. De alguna manera el método para la determinación 
del
            "nosotros" repite lejanamente el intento platónico del
            Alcibíades, mas hay aquí una radical diferencia en cuanto 
que la
            respuesta no se ha de lograr mediante una reducción que nos
            introduzca en una radical intimidad, en una especie de 
sagrario
            ontológico y a la vez mítico, pues la pregunta es acerca del
            hombre como ente histórico y social y más particularmente, 
acerca
            de un hombre determinado: el de "nuestra América".
Lo
            primero que nos dice Martí es que para afirmarnos a nosotros
 mismos
            es necesario superar la "mentalidad aldeana",
            "despertar del sueño aldeano", dicho en otras palabras,
            reconocer las limitaciones propias de nuestro horizonte de 
comprensión.
            Con ello, como en el caso de Bilbao, su pensamiento habrá de
 tener
            como base una crítica de la razón. La mentalidad
            "aldeana" nos lleva a ignorarnos a nosotros mismos, aun
            cuando suponga un modo de afirmación de un determinado 
sujeto,
            simplemente, porque ignoramos el "otro". Sumergirnos en la
            "aldea" es pues, ignorar a los demás en cuanto alteridad,
            y sucede qué éstos también integran lo "nuestro",
            "nuestra América". Para conocernos a nosotros mismos no
            tenemos más remedio que conocer y reconocer a los demás, de 
donde
            la norma que enuncia Martí de que "Los pueblos que no se
            conocen han de darse prisa por conocerse", no se refiere a 
un
            conocimiento entre pueblo y pueblo, sino a un reconocimiento
 de la
            diversidad interna de cada pueblo. De ahí la necesidad de lo
 que
            denomina "del recuento y de la marcha unida", superada la
            aldeanidad en cuanto forma de mentalidad limitada, que en el
 hombre
            de ciudad, y en particular en el universitario intoxicado de
 libros
            europeos, adquiere su máxima negatividad.
El
            punto de partida de "lo nuestro" es la
            "diversidad". A ella Martí la denomina "lo que
            es". Al mismo tiempo, también es punto de partida la
            "unidad" que no sea extraña a "lo que es" y ¿qué
            somos? ¿Qué es "lo nuestro"? Somos "el potro del
            llanero", "la sangre cuajada del indio", el "país",
            "el estandarte de la virgen de Guadalupe", "las
            comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza",
            "el alma de la tierra". Pero también esta América
            nuestra es "el libro importado", "los hábitos monárquicos",
            "la razón universitaria", "las capitales de corbatín",
            "los redentores bibliógenos", "la universidad
            europea". Este segundo aspecto de lo "nuestro" es
            aquel de donde ha salido la enunciación de un "nosotros"
            ocultante del "nosotros". Es el de los que han caído en
            un "olvido", que es precisamente consecuencia de la
            "aldeanidad" el mismo olvido del que hablaba Bilbao. Ambos
            escritores desarrollaron, cada uno a su tiempo, uno de los 
temas tal
            vez más interesantes dentro de la historia del pensamiento 
filosófico-social
            latinoamericano, sobre el cual se ha desarrollado, como 
hemos dicho,
            toda una crítica de la razón.
La
            composición de lo "nuestro" no es la que generalizaron
            escritores como Domingo Faustino Sarmiento, muchas veces en
            contradicción con ellos mismos, para quienes éramos una
            incompatible mezcla de "civilización" y de
            "barbarie". Hay en "lo nuestro" una dualidad y
            en esto sí tenía razón el pensador argentino, pero ella es 
otra,
            es sin más y con términos de Martí la de "lo
            artificial" frente a "lo natural". La llamada
            "civilización" es un artificio de la "razón
            aldeana", un universal ideológico que en cuanto tal funciona
            como encubrimiento, poniendo en juego el "olvido", fruto
            de una mala conciencia. La "barbarie", atribuida al
            "hombre natural" de Martí, es por el contrario, un poder
            histórico de desencubrimiento. El "olvido" y junto con él
            los proyectos de unidad de nuestra América, tomados de 
préstamo a
            Hamilton o a Sieyès, sobre los cuales se organiza 
doctrinalmente
            aquel "olvido", son los que movilizan por reacción, a un
            hombre marginado, que conoce además, al otro, como causa de 
su
            marginación.
Éste
            es, como dijimos, el "hombre natural". No se trata, aunque
            podría creérselo, de un regreso a la teoría del "buen
            salvaje", aun cuando Martí nos diga que "el hombre
            natural es bueno". Es "natural" porque no está
            intoxicado con doctrinas, en particular con aquellas que el 
hombre
            de la ciudad con su "razón universitaria" maneja contra
            él; es "bueno", no desde un punto de vista moral, sino
            porque parte "de lo que es", en cuanto marginado y
            explotado, porque no integra los grupos sociales 
dominadores. El
            "hombre natural" es por eso mismo un factor de irrupción
            en el proceso histórico, es el que denuncia con su simple 
vivir,
            con su cotidianidad, los falsos principios de unidad, 
impuestos a
            partir de un desconocimiento de la diversidad. "Viene el 
hombre
            natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada
 en los
            libros". Es el hombre que viene a denunciar con su presencia
            "la parte de verdad" olvidada. Se trata de un ser que
            posee voz y que exige que le sea escuchada por lo mismo que 
se
            afirma en su alteridad. Lejos estamos del mítico caribe
            rousseauniano.
Frente
            a él, también integra "lo nuestro", como hemos ya dicho,
            el "hombre culto", pero cuya cultura consiste en un mirar
            "con antiparras yanquis o francesas", colocándose
            "vendas" y hablando no con "palabras", sino con
            "rodeos de palabras", con "ambages", por el
            temor de ser claro. Este hombre es el que no pone en juego 
"la
            razón de todos en las cosas de todos", sino "la razón
            universitaria de unos, sobre la razón campestre de otros". 
Es
            el que ignora, a sabiendas o no, la relatividad de su propia
 posición
            y que hace de su "palabra", pretendida verdad universal.
            No ve o no quiere ver "que las ideas absolutas, para no caer
 en
            un yerro de forma, deben ponerse en formas relativas". A 
este
            hombre debe sustituirle el "estadista natural", que del
            mismo modo que el "hombre natural", es el que tiene la
            capacidad de ver "lo que es", desde un saber universitario
            que no es ya importado, sino propio. En él "la universidad
            europea" ha cedido ante la "universidad americana",
            el libro foráneo, al libro nuestro.
Mundo
            conflictivo el de "nuestra América", surcado de
            antagonismos: "la ciudad contra el campo", "la razón
            contra el cirial", "el libro contra la lanza",
            "las castas urbanas contra la nación natural", "el
            indio mudo, el blanco locuaz y parlante", "el campesino,
            la ciudad desdeñosa", en resumen y con las mismas textuales
            palabras de José Martí "los oprimidos y los opresores".
            Eso es "lo nuestro".
¿Qué
            hacer? "El genio -nos dice- hubiera estado en hermanar" a
            todos, pero para hacerlo es necesario antes conocer los 
términos de
            cada contradicción y sobre todo reconocer como valiosos a la
            "nación natural", al "campo", a la
            "lanza", a la "vincha", y partir de ellos.
            "Hermanar" no quiere decir, en el pensamiento de Martí,
            lograr un acuerdo entre dominadores y dominados, sino 
ponernos por
            encima de esa relación. Para ello no hay otra vía que 
colocarnos
            al lado del "hombre natural": "Con los oprimidos había
            que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a 
los
            intereses de los opresores' y esto porque los "oprimidos",
            con su mirar "natural", constituyen, aunque no siempre con
            éxito ni conciencia, el poder irruptor en la historia 
(Martí, J.,
            1992: II, 480-487).
Carlos
            Octavio Bunge, en su libro Nuestra América, parte 
también
            del reconocimiento de una diversidad y se pregunta cuál es 
el
            principio de unidad que le corresponde. Por de pronto, las 
formas de
            diversidad son, para Bunge, fundamentalmente raciales y, en 
relación
            con cada raza o "sub-raza", psicológicas. La unidad de 
América
            como multiplicidad habrá de derivar del mismo modo, de una
            integración racial, de un "mestizaje" del que habrá de
            surgir el "genio hispanoamericano". A pesar de que
            entiende que algún día se alcanzará esa unidad se le 
presenta sin
            embargo como hipotética ya que la diversidad posee un sino
            fuertemente negativo, una fuerza disociadora que lo impide. 
La
            unidad, en la medida en que la realidad diversa actual es 
valorada
            negativamente, es proyectada hacia el futuro con carácter de
            enigma: "sobre el porvenir de ese caos de luces y tinieblas
            -que es América- duda el mismo Dios". Sin embargo, 
considerado
            el problema desde el punto de vista racial, nos vuelve la 
esperanza
            ya que "la herencia, la Raza, resulta, en inducción final, 
la
            clave del Enigma... Estudiemos, pues, a los hombres y a los 
pueblos
            según la raza, si queremos arrancar a la Esfinge de la vida,
 su
            secreto, el secreto inhallable, el secreto del pasado, del 
presente
            y del porvenir".
De
            esta manera, lo "nuestro" de "nuestra América"
            se presenta bajo una doble faz: es un presente, un ser, lo 
dado como
            diversidad y más aun, como diversidad caótica; pero también 
es lo
            "nuestro" un proyecto y una posibilidad en cuanto que el
            secreto mismo de las razas nos asegura una unidad futura, 
que de
            alguna manera habrá que probar que ya se encuentra, por lo 
menos en
            principio, en medio de aquel caos. El problema consiste, 
dicho con
            otras palabras, en pasar de una "heterogeneidad" a una
            "homogeneidad", partiendo del principio de que dentro de
            lo diverso existe algún elemento que no se muestra como 
factor de
            caos o de disociación sino todo lo contrario por lo que la 
unidad
            depende de las posibilidades y suerte de ese elemento 
salvador.
¿Cómo
            se explica que en medio de una diversidad negativa pueda 
haber un
            factor positivo que permita superar la caoticidad? Para 
Bunge el
            problema se resuelve de modo simple: el secreto de la 
historia se
            encuentra en la geografía, ésta ha generado grupos raciales
            fuertes y débiles y a los primeros les cabe la tarea de 
lograr la
            unidad mediante la imposición de un "alma común". Como
            es fácil comprenderlo ésta será el fruto de un mestizaje, 
pero
            por cierto de un mestizaje "positivo", y todo el problema
            de esta simple filosofía de la historia, consiste en 
encontrar la fórmula
            que asegure su posibilidad.
Aquel
            "mestizaje positivo" se logrará cuando predomine "lo
            castizo", es decir, cuando se imponga el más fuerte sobre el
 más
            débil racialmente. "Lo castizo de un pueblo compuesto de
            varias razas y sub-razas –dice- es lo propio y 
característico de
            la raza más fuerte, la dominadora; es el sello de supremacía
 que
            ésta impone a las débiles, las dominadas”. Éstas, felizmente
            por lo mismo que débiles, son propensas a sufrir 
influencias, son
            sugestionables. En la casticidad radica, pues, la fórmula 
sobre la
            que se habrá de lograr la unidad de nuestra América. Ahora 
bien,
            como la sugestionabilidad de los débiles no es recurso 
suficiente,
            es necesario agregar la violencia, la que como "lucha de
            razas" existe de hecho y es legítima. "Una vez entablada
            la lucha de razas harto desiguales, debe mantenerse hasta la
            dominación y absorción de la más débil, cualesquiera que 
sean
            las ideas, la política, la religión, o la ética dominantes”.
 La
            unidad de nuestra América, como consecuencia de la 
naturaleza de
            "lo nuestro" se habrá de lograr mediante la fuerza y no
            excluye, por cierto, el genocidio (Bunge,
            C. O., 1918: 124-125; 136; 141, etc.).
Todo
            esto es justificado sobre una arbitraria psicología de los 
pueblos,
            fundada en una caprichosa y pretendida "observación 
científica",
            según la cual, las poblaciones indígenas se han 
caracterizado por
            su espíritu vengativo y su ferocidad, superior a la de los
            primitivos salvajes europeos; el "indio mestizado" es un
            "híbrido" que muestra caracteres visibles de degeneración;
            en fin, el mulato, mucho más que el mestizo de blanco e 
indio, se
            le presenta como el "monstruo apocalíptico" que amenaza a
            las "sociedades modernas" de América, centradas
            principalmente en las ciudades. Como consecuencia de todo 
esto,
            Bunge declarará que "el alcoholismo, la viruela y la
            tuberculosis", que han "diezmado a la población indígena
            y africana en algunas ciudades", "depurando sus elementos
            étnicos, europeizándolos, españolizándolos", constituyen
            una bendición.
El
            mito racial le permite a Bunge ocultar la realidad de las 
clases
            sociales y sus conflictos, y al mismo tiempo, justificar los
            pretendidos derechos de los grupos dominantes. A pesar de 
que su
            posición coincide políticamente con las tesis alberdianas
            desarrolladas en El gobierno de Sud-América, esta 
última
            obra nos resulta menos ideologizada en cuanto que 
"civilización"
            y "barbarie" son allí las aristocracias de origen europeo
            y la plebe americana, respectivamente, señaladas, a pesar de
 las
            referencias raciales que contienen, más bien como clases 
sociales
            antagónicas. Las palabras de Martí, escritas en su artículo
            "Nuestra América", parecieran haber sido redactadas
            pensando en ensayistas del tipo de Bunge: "No hay odio de
            razas, porque no hay razas", el odio y el miedo que 
acompañan
            de modo evidente a la violencia propugnada por Bunge como 
solución
            de "lo nuestro", son reales, no lo son sin embargo -y
            también con palabras de Martí- las "razas de librería"
            sobre las cuales pretende justificar la "casticidad" de
            las oligarquías terratenientes y la "inferioridad racial"
            de las clases explotadas.
Hemos
            visto cómo en Bilbao y en Alberdi, en Martí y en Bunge, en
            diversas fechas de nuestro proceso intelectual, se ha 
hablado de un
            "yo" social, de un "nosotros", si bien dentro de
            líneas de desarrollo claramente diferenciables. La temática 
como
            así sus divergencias internas, es también cosa de nuestros 
días y
            no lo es por factores casuales. Hay, claro está, diferencias
 de época,
            mas, el planteo de base, se mantiene. La vieja y falsa 
oposición
            entre "civilización" y "barbarie" reaparece, si
            bien con otros condicionamientos, pues no se trata ya de la 
misma
            "plebe", ni de las mismas aristocracias y oligarquías.
            Sin embargo aquellos mitos han continuado reelaborándose. El
            racismo de los positivistas, el que vimos expresado en el 
argentino
            Carlos Octavio Bunge, o el que podemos ver en el mexicano 
Francisco
            Bulnes, o el boliviano Alcides Arguedas, todos ellos 
insostenibles
            en nuestros días, han reaparecido bajo nuevas formulas, 
expresadas
            en ideologías sucedáneas.
Una
            entre tantas, dentro de los ensayos que interesan 
directamente a la
            problemática del "nosotros" y de lo "nuestro",
            es la que se desarrolla en el libro del escritor colombiano 
Eduardo
            Caballero Calderón Suramérica, tierra de hombres. El 
mito
            de la "raza castiza", aparece remplazado por el de un
            hombre al que denomina "hombre a secas" y el de las
            "razas débiles" encuentra su sustituto en el de las
            "muchedumbres", entendidas como una especie de masas
            humanas amorfas. Un regreso al individualismo liberal y un 
retomar
            dentro de éste la anacrónica doctrina del héroe, le permite
            justificar la marginación dentro de la historia pasada y 
presente,
            de la temida "plebe" ahora vestida con la ropa del
            proletariado urbano.
Si
            en apariencia hay en Suramérica este remover de bajos 
fondos, este
            entrecruzamiento de las corrientes humanas y este 
desplazamiento de
            culturas que se embisten, se mezclan y se despedazan no es 
menos
            cierto que en el comienzo de todo, como orientador de la 
historia,
            se encuentra siempre el hombre. No la muchedumbre, ni la 
multitud,
            ni el pueblo, ni la nación ni la raza, sino el hombre a 
secas, el
            individuo que se enfrenta sólo contra el destino, contra el
            paisaje. Tal vez este siglo de plebes urbanas, proletariados
            uniformados y filosofías que han oscurecido la tierra al
            hipertrofiar el Estado y reducir al hombre a un simple grano
 de
            arena en la playa del tiempo, a una simple gota de agua en 
la
            corriente de la raza, esta idea puede ser pueril. Pero quien
 acaba
            de recorrer los caminos de Suramérica y, por tanto, ha 
revivido
            paso a paso su historia, sabe que por sobre la muchedumbre, o
 antes
            que ella, se encuentra siempre el hombre: Manco Capac, Núñez
 de
            Balboa, Pizarro, Valdivia, Orellana….
Razón
            tenía Hegel cuando decía que todo contenido sólo puede ser
            comprendido en cuanto encaje en el enrejado de la conciencia
            ordinaria.
Conforme
            con su ideología nos dirá más adelante que "No fue el indio
            no pudo ser la turba indígena la que se rebeló hace un siglo
            contra el invasor blanco. Fueron unos pocos hombres, unos 
cuantos
            espíritus que se pueden contar con los dedos de la mano, los
 que
            pusieron fuego a Suramérica, armaron con una lanza al 
descontento
            llanero, dieron un puñal a la manumisión del mestizo y 
sacudieron
            con el látigo la incuria del indígena”... Con lo transcripto
 ya
            sabemos lo que el autor quiere decir, en nombre de quién 
habla y
            justifica su posición. Un desprecio manifiesto por lo que 
denomina
            "bajos fondos" revela cuál es el alcance del
            "nosotros", reducido arbitrariamente a éste o aquel
            individuo, "contables con los dedos de la mano", pero que
            sin embargo no dejan de ser un "nosotros". Lejos estamos
            otra vez de los intentos de desmitificadores de un Francisco
 Bilbao
            y de un José Martí (Caballero Calderón, E., 1956).
Los
            ejemplos que hemos puesto, los discursos de Alberdi y de 
Bunge, por
            un lado, y los de Bilbao y Martí, por el otro, nos muestran 
la
            existencia de ciertas categorías discursivas que dependen 
del modo
            como se ha ejercido en cada caso el a priori 
antropológico.
            Un análisis de este ejercicio nos permite por tanto 
colocarnos, no
            propiamente en una "historia de los discursos", sino en lo
            que podríamos considerar como las condiciones de producción 
de los
            mismos y a partir de lo cual aquella historia sería posible.
 No es
            difícil de ver que el ejercicio del "ponernos como
            valiosos" supone un horizonte de comprensión desde el cual,
            con diverso signo, se elabora el nivel discursivo, que tiene
 como
            eje siempre aquel "ponernos", que, como hemos tratado de
            mostrarlo, nos da el sentido del “nosotros" y de lo
            "nuestro" en cada caso.
Por
            otra parte, el estudio del discurso, tal cual aquí lo 
planteamos,
            supone la afirmación de una autonomía relativa de lo 
discursivo.
            Ésta surge de un hecho no siempre suficientemente subrayado,
 cuyo
            desconocimiento puede llevar en sus casos extremos a negar 
la
            posibilidad y el real valor que reviste el estudio de la 
expresión
            discursiva. Nos referimos concretamente a la naturaleza del 
lenguaje
            como mediación de todas las formas de vida real concreta. La
            doctrina de lo ideológico según la cual éste sería un
            "reflejo" de las relaciones sociales consideradas en su
            pura facticidad, ha conducido a ignorar aquel fenómeno de la
            mediación, creando la ilusión de que se puede confrontar de 
modo
            inmediato la realidad extralingüística y su expresión en el
            lenguaje, por cuanto el acceso a lo primero sería directo. 
Mas no
            es así, por cuanto, para establecer la deseada 
confrontación, se
            ha de expresar también a nivel discursivo aquella realidad. 
No hay
            hechos económicos o sociales en bruto, sin la mediación de 
formas
            discursivas. La confrontación no se da, por tanto, entre una
            realidad desnuda y las teorías o doctrinas, científicas o 
no, de
            la misma, sino entre formas discursivas, a una de las cuales
 se le
            atribuye la virtud de ser la "realidad", mientras que a la
            otra se la declara "reflejo". La universalidad de la
            mediación no llega, sin embargo a invalidar todo discurso, 
pues, no
            en todos la mediación se juega de la misma manera, como no 
invalida
            la doctrina del “reflejo", a pesar de otras dificultades que
            ofrece, sino las interpretaciones ingenuas de la misma. Como
            consecuencia de lo señalado, surge que una confrontación de 
la
            realidad extralingüística con la expresión discursiva que 
intente
            llevarse a cabo exclusivamente sobre la determinación de
            contenidos, sin plantearse el problema de los códigos dentro
 de los
            cuales aquellos contenidos alcanzan significación, se 
quedaría a
            medio camino.
Previo
            por tanto a una confrontación de aspectos de la
            "realidad", con sus correlativos "contenidos"
            dentro del discurso, se hace necesaria una confrontación 
entre el
            sistema de relaciones sociales y los sistemas de códigos de 
los
            cuales depende todo discurso, cuya estructura última se 
enuncia
            fundamentalmente en juicios de valor, a los que quedan 
supeditados
            los juicios de realidad. Momento investigativo éste en el 
que
            siempre se dará inevitablemente una mediación, por cuanto el
            sistema de relaciones sociales no lo captaremos nunca en 
bruto, pero
            que abre las puertas para dar el paso del lenguaje 
cotidiano, propio
            de la conciencia ordinaria, al lenguaje científico, al 
colocarnos
            en la fuente donde se organiza el mundo de significados. 
¿Cómo son
            traspasadas y cómo pueden ser superadas las consecuencias de
 la
            mediación? La respuesta surge del proceso permanente de lo 
que podríamos
            considerar como "destrucción" de lo discursivo, por obra
            de la facticidad social dentro de la que juega su papel todo
 sujeto,
            que es fundamentalmente "desestructuración" de códigos y
            que se pone de manifiesto en la existencia de discursos 
contrarios,
            como hecho constante dentro de toda etapa histórico-social. 
De esta
            manera, aquella autonomía de lo discursivo que surge del 
fenómeno
            inevitable de la mediación, aparece constantemente quebrada,
 hecho
            que no impide darle toda la importancia que posee en 
cualquier
            intento de análisis de un texto.
El
            hecho que hemos mencionado, el de la existencia de 
"discursos
            contrarios", exige la investigación de sus modos de
            funcionamiento, a partir de lo cual será posible establecer 
ciertas
            categorías discursivas básicas, siempre en relación, como 
dijimos
            en un comienzo, con la forma como se ejerce el a priori
            antropológico. De ahí la posibilidad de elaborar una "teoría
            de los dos discursos", diferenciables básicamente por sus
            estructuras axiológicas y que en el caso de uno de ellos, el
            "discurso liberador", suele ir acompañado de ciertas
            actitudes decodificadoras, que pueden incluso adquirir 
formas
            metodológicas precisas. El desarrollo y sistematización de 
las
            formas espontáneas de decodificación, funda, por lo demás, 
la
            posibilidad de la elaboración de discursos que anticipen el 
poder
            desestructurador de la facticidad social misma, sin que se 
tenga que
            esperar la madurez de los tiempos.
Tal
            vez no sería necesario aclarar que la historia de los 
discursos que
            se intente sobre estos criterios, exige una investigación de
 la
            totalidad discursiva de una sociedad determinada en un 
tiempo dado,
            hecho que obliga a ampliar el concepto mismo de
            "discurso", reducido tradicionalmente a lo textual. No
            siempre el "discurso contrario" ha sido expresado de la
            misma manera y en más de un caso se encuentra implícito, más
 que
            explícito, en formas discursivas que abarcan las más 
diversas
            modalidades expresivas de una determinada sociedad. Esto 
rompe con
            la pretendida-autosuficiencia de determinados discursos, por
 cuanto
            el antidiscurso de un discurso "científico" puede estar
            dado, potencial o actualmente, en formas expresivas 
vulgares, en
            relación con las cuales ha de ser necesariamente estudiado y
 que
            poseen, para una doctrina acerca del discurso, tanto peso y 
valor
            como aquél, aun cuando no se nos presenten como 
"teoréticos".
            Por último, es necesario tener presente que el "discurso
            contrario", al margen de su enunciación, se encuentra por lo
            general, aludido-eludido en el mismo discurso al cual se 
opone,
            hecho que es característico de las formas discursivas 
típicamente
            ideológicas (Roig, A., 
1978: Cultura, 2).
©
        Arturo Andrés Roig. Teoría y crítica del pensamiento 
latinoamericano.  Edición a cargo de Marisa Muñoz, con
        la colaboración de Pablo E. Boggia, Enero 2004. La presente 
edición digital,
        actualizada por el autor, se basa en la
        primera edición
        del libro (México: Fondo de Cultura Económica, 1981) y fue 
autorizada por el autor para
        Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis 
Gómez-Martínez.
        Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier 
reproducción
        destinada a otros fines deberá obtener los permisos 
correspondientes.
Ver:
Carlos Bauer retoma el pensamiento de Roig en su análisis de la  independencia haitiana desde una "filosofía de la liberación"  en Bauer, Carlos F.(2008) "Introducción a la Primigeneidad Haitiana" en Silabario 10-11 Ver más en la sección Continente.